Este texto es el cuarto de una serie de columnas escritas por la autora de la newsletter Too Match en exclusiva para Madrid Secreto. Too Match es un diario de citas fracasadas. Una versión bollera de Sexo en Nueva York, pero en Madrid y, desafortunadamente, con menos sexo. Puedes suscribirte a su newsletter en este enlace.
Quedar con alguien famoso por Tinder se parece bastante a buscar piso en Madrid. Como es imposible hacerlo por el centro, terminas yéndote a la periferia y, cuando lo tienes delante, se te cae un mito: en fotos siempre es mejor que en persona.
G. tenía un grupo de música y tanto poder de convocatoria como un piso dentro de la M-30 (bueno, casi). Si se lo proponía, podía llenar la calle de millennials coreando con pancartas, una postal bastante parecida a la de la manifestación por los alquileres del domingo pasado.
Como el resto de la farándula madrileña, G. y su clan vivían en la trinchera de la noche. Habían cambiado la penumbra desgastada de la Vía Láctea por el terciopelo lynchiano de Club Malasaña, por donde ahora solían moverse a brazadas entre el humo y el sudor, siempre con ropa ochentera, mullets y cierto aire enajenado, de manera que una nunca tenía claro si acababan de salir de Lluvia de estrellas o de Proyecto hombre.
Formaban parte de esa corriente urbana bautizada como el moderneo, eufemismo para referirse al resultado de la macdonalización de la contracultura de los 80. La nueva movida madrileña pasa por meterse más autotune que heroína, llevar un tatu de pikachu handpoked en el muslo y cantar canciones sobre lo triste que estás porque la chica que te mola no mira tus historias de Instagram. El universo nos arrebató a Nacha Pop y en su lugar nos trajo a Sen Senra, que viene a ser una versión castrati de Álex Ubago con ropa cani.
Hicimos match por Tinder y ahora tenía que romper el hielo. ¿Debía actuar como una groupie y alabar su música? Con Bisbal funcionó: terminó yéndose con la presidenta de su club de fans y dejó a Chenoa llorando en chándal en la puerta de casa. Pero yo no me sabía ninguna canción, y me arriesgaba a que antes o después se me cayera la careta de impostora.
Elegí un domingo por la tarde para enviarle un simple “Hola, qué tal”. Sospechad de la peña que comienza conversaciones con frases ingeniosas (¿Sabéis quién más prefiere el ingenio a la educación? Tu cuñado). G. tardó en contestar literalmente 3 minutos. Desde ese momento, estuvimos hablando de forma ininterrumpida unas dos semanas antes de quedar. Mientras tanto, yo me dediqué a escuchar en bucle todas sus canciones, como cuando te toca ir a un concierto por compromiso y te haces un intensivo para que al menos te suenen las letras.
El de G. era un estilo de música difícil de definir. Lo llamaban pop para la bajona, aunque la bajona es lo que te entra después de escucharlo. Afortunadamente, la conexión que tuvimos, y que nos llevó a chatear diariamente por WhatsApp, no giraba en torno a sus canciones, sino a la literatura, y todo el mundo sabe que la literatura es una manera de ver el mundo, mientras que la música es solo una forma de lidiar con él.
G. y yo compartíamos animadversión por Marwan, y cuando me contó que le gustaba leer a Patricia Highsmith y Julio Cortázar pensé que al fin había encontrado a mi media naranja. Todo eso fue antes de que me enviara sus poemas. G. escribía cosas como “quiero subir con una nave espacial hasta tu castillo para ver las estrellas contigo”. Yo intenté salvar la situación soltándole que tenía un aire naíf, aunque probablemente la naíf era yo creyendo que podía querer acostarme con alguien que escribía bajo la influencia de un teletubbie.
Lo llamaban pop para la bajona, aunque la bajona es lo que te entra después de escucharlo.
Quedamos un sábado en los confines de Matadero, frontera entre el Madrid gentrificado y el Madrid en vías de gentrificación (Arganzuela está a un Empanadas Malvón de culminar su ejem proceso de revitalización ejem).
Nos sentamos en la terraza de un bar por Legazpi. Tanto en la marquesina como en la carta plastificada había fotos de platos combinados, huevos rotos y patatas bravas regadas con bien de aceite. Pedimos dos cervezas, que nos trajeron en vasos de tubo, y G. me habló de sus años de desenfreno y de cómo antes de los conciertos tenía que beberse un vaso de whisky a palo seco. Tal vez ese fuera el secreto para lidiar con su música, pensé. Pero ahora ya había dejado de beber, aseguraba mientras se terminaba la cerveza.
Más allá de las farras por Malasaña (¿Hay algo más allá?), no hablamos mucho. G. tendría muchos temas musicales, pero pocos de conversación. Probablemente haya capítulos de Jara y sedal con los que haya conectado más, y lo peor es que percibía que el desinterés era mutuo. A ojos de G. yo debía de ser igual de muermo. Incluso tiré de preguntas de primero de Tinder, como “qué haces en tu tiempo libre”. Prefería sentir vergüenza ajena antes que caer en un silencio incómodo, no fuera a ponerse a cantar.
Fue G. quien nos salvó de la cita cuando dijo que era un poco tarde y se iba a casa (todavía era de día). Me invitó a las cervezas y se despidió en el metro con un “venga, hasta luego”, como si yo fuera un jefe pesado llamando por teléfono un viernes a las 18:01 o los de Iberdrola.
Al llegar a casa hice lo mismo que cuando volvía de ver zulos cozy por Malasaña: no hay nada como una pizza y escuchar a Karol G para la bajona.