
A veces el futuro duerme en el cajón de una mesilla, y si no que se lo digan a Ángel Rojo Gutiérrez. Aunque empezó bien joven a trabajar como tallista, pronto se dio cuenta de que eso no era lo suyo. Sus manos siempre serían su vía de expresión, pero la materia prima con la que iba a trabajar el resto de su vida no era la madera, sino la luz. Iba a ser fotógrafo, e iba a ser de los buenos.
Esto –lo de que iba a ser fotógrafo, no que fuese a ser bueno– lo descubrió con unos 15 años, allá por 1946, cuando, a hurtadillas, le cogía a su padre los fines de semana la cámara que guardaba en ese pequeño mueble del dormitorio. Una Kodak Vest-Pocket de fuelle, concretamente. Ese fue el comienzo de todo.
Su motivación no era distinta de la que podría habernos movido a cualquiera de nosotros en esas edades: sacarse un dinerillo, en su caso vendiendo sus propias fotografías. Había visto a un compañero hacerlo y pensó que a él tampoco tendría por qué irle mal.

«Veía que ganaba y, con el tiempo, aprendió a revelar: le salía más barato y el margen de beneficio era mayor. Las primeras le salían fatal, pero a base de equivocarse, de ser decidido, de preguntar… aprendió», recuerda su hijo Ángel.
La cámara se convirtió en una extensión de su cuerpo, nunca le faltaba una en el bolsillo, y viendo que sus fotos eran buenas empezaron a contratarle para eventos dentro de los círculos en los que se movía. Con esos ahorros lo primero que hizo fue comprarse una máquina propia, una que le permitiese hacer lo que más le gustaba: «fotografía callejera, captar esos momentos diferentes».
Con Madrid como escenario y una cierta pulsión fotoperiodística, Ángel inmortalizó la ciudad y las pequeñas historias cotidianas que llenaban sus calles. Entre ellas las de su querido Rastro. De allí procede una parte de su colección de cámaras antiguas, negativos, placas… y la obsesión que siempre llevó a cuestas: encontrar la fotografía más antigua posible de la puerta del Sol –la más remota de su archivo se ubica entre mediados y finales del siglo XIX–.

Nunca percibió su discapacidad como un freno. Al contrario: «Él decía que no oía y tiraba p’alante», cuenta su hijo. Eso le permitió desde fotografiarse con multitud de celebridades de toda clase –como su mayor ídolo del mundo del deporte, el futbolista del Real Madrid Alfredo Di Stéfano– hasta incluso lanzarse a hacer cine.
Es conveniente especificar en este punto cómo lo hacía. No tenía presupuesto para una cámara de cine profesional, así que utilizaba una amateur de cuerda de 8 mm –a través de ese visor, doy fe, apenas se veía nada; era como intentar mirar a través del ojo de una aguja–. De aquellas películas, entonces, no se obtenían más de tres minutos de grabación. Imaginad ahora lo que dura un largometraje.
Mientras escribía ese párrafo pensaba en las coincidencias tan caprichosas que a veces se dan en la vida. Su firma, leída en voz alta, forma una palabra: arrojo.

Su hijo ha donado recientemente ese material original a la Filmoteca Nacional: «Era el trabajo de una persona con discapacidad auditiva que ya utilizaba un lenguaje cinematográfico». Durante la entrevista me dirá que tiene «un valor importantísimo», pero titubea un segundo al utilizar el superlativo.
No puedo evitar una punzada porque sé que no es de la calidad del trabajo de su padre de lo que duda: hay algo de perverso en cómo llegan hasta ahí, en cómo hunden sus raíces en algo tan personal –tan profundo– las consecuencias de un reconocimiento que tardó demasiado en llegar.
Del «anonimato» a PHotoESPAÑA

A Ángel nunca le faltaron los premios dentro de lo que su hijo llama el «reino del silencio», pero hubo que esperar a la iniciativa Colección – Madrileños. Archivo Fotográfico de la Comunidad de Madrid –y a la intervención de un buen amigo– para que su trabajo se diera a conocer más allá del mundo sordo.
El proyecto pretendía recopilar un archivo fotográfico con imágenes de ciudadanos anónimos. Solo tenían que cumplir un único requisito: «que se hubieran tomado en algún municipio de la Comunidad de Madrid entre 1839, fecha de creación de la fotografía, y el año 2000».
Aunque se mostró reticente al principio, Ángel finalmente convenció a su padre de que presentara algunas de sus fotografías. En total se entregaron más de 20.000, de las que se seleccionaron 400 para una exposición itinerante que más tarde se convertiría en libro. Nueve de ellas llevan la firma de Ángel Rojo Gutiérrez.

A raíz de esa muestra Luis Pereira, amigo de Ángel junior, se puso en contacto con él: «Ángel, he visto unas fotos estupendas de un tal Ángel Rojo que no eres tú. Tenemos que hacer algo con ellas».
Fue Pereira quien le puso en contacto con la organización de PHotoESPAÑA y la organización la que les llevó hasta la Sala de Exposiciones de la Fundación ONCE, «la que más se adecuaba por la discapacidad de papá». Ángel insiste en nombrar a su amigo: «Gracias a Luis empezamos a moverlo».
Del 30 de mayo al 2 de agosto de 2013 se pudo visitar en la Sala Cambio de Sentido (calle de Recoletos, 1) la exposición Los ojos del silencio. «Tuvo tanto éxito que me pidieron si se podía prorrogar. Papá ya no vio esa prórroga porque falleció el 3 de agosto, un día después de que terminase».
Ángel después de Ángel

Desde ese mismo día Ángel se tuvo que enfrentar a la más difícil de las ausencias: que alguien te falte, insistentemente, todos y cada uno de los días. Pero la vida, que no es otra cosa que reaprender y recolocar –los afectos, las heridas, las expectativas–, le demostró que había maneras nuevas de seguir siendo esa voz que siempre había sido para su padre.
«En esa segunda fase [de la exposición] yo me comprometí a ir y contar a la gente uno o dos días a la semana la historia de las fotografías. A partir de ahí he intentado dar conferencias sobre su vida, sus películas… Y mientras pueda lo seguiré haciendo».