Este texto es el tercero de una serie de columnas escritas por la autora de la newsletter Too Match en exclusiva para Madrid Secreto. Too Match es un diario de citas fracasadas. Una versión bollera de Sexo en Nueva York, pero en Madrid y, desafortunadamente, con menos sexo. Puedes suscribirte a su newsletter en este enlace.
En un mundo en el que probablemente haya tantos tipos de champú como personas, Tinder es lo más parecido a dar vueltas por el pasillo de cuidado capilar del súper: las opciones son infinitas pero nunca te convencen, y vives con la sospecha de estar llevándote a casa siempre el mismo que, para sorpresa de nadie, te dejará mojada y con un bodrio en la cabeza. Tu champú y tu match ideal están ahí fuera, así que más vale seguir mirando.
El match con N. fue un last minute; la compra de urgencia un domingo a última hora, cuando el supermercado 24h es colonizado por una masa de treintañeros de aspecto demacrado en chándal buscando algo rápido que pillar, y te das cuenta de que eso es lo más parecido que vas a tener a un after en tu vida de adulta funcional (la única persona que se come un rosco con lo de las visitas a cierto súper tiene 74 tacos y se apellida Roig).
La temporada de lluvias de septiembre acababa de comenzar. Yo había vuelto de vacaciones tan deprimida que opté por la estrategia de pedir cita en la peluquería y en Tinder. Si aquello salía bien, tendría algo que celebrar y, si era una carnicería, se convertiría en la razón bajo la cual camuflar una depresión posvacacional de caballo. Dos horas después de hacer match, tenía una cita con N. esa misma tarde.
No me percaté de la temeridad hasta que salí de la peluquería con el ego esquilado, un corte a lo Victoria Beckham y cincuenta euros menos en la cuenta. No harás experimentos con tu pelo es el tercer mandamiento que conviene tener en cuenta para empezar con buen pie una cita, después de No probarás Crossfit por primera vez el día de antes y Olvidarás a tu ex (o por lo menos fingirás haberlo hecho).
N. me esperaba sentada en una terraza de San Ildefonso, probablemente la plaza con menos personalidad de Malasaña (un barrio que basa su personalidad en abrir take aways). Cuando se levantó para saludar, casi le pido al camarero una caña y un andamio. N. era alta nivel torre de KPMG, y yo estoy más bien al nivel de la papelera donde se tiran las colillas en la puerta. Ella jugaba en un equipo de baloncesto desde los 7 años, mientras que yo probablemente conserve la misma estatura desde esa edad. Afortunadamente, como La Rosalía, ambas teníamos la suficiente altura como para pasar por alto esa diferencia.
N. había estudiado en ICADE y, como el resto de lesbianas que salen de la Pontificia de Comillas, era vasca, hacía surf y desde 2013 tiene la misma canción de Bastille de tono de llamada en el móvil.
Además de la estatura, nos separaban unos años. La trepidante montaña rusa del mercado laboral acababa de comenzar para N., mientras que yo llevaba tiempo suspendida boca abajo en un looping y empezaba a plantearme seriamente las bondades de soltar el cinturón y caer al vacío.
N. en cambio estaba a puntito de meter cabeza en una gran consultora, que viene a ser la cantera de los mineros del s.XXI: 400 años de progreso y avances en derechos laborales que nos han brindado la misma explotación, pero a cambio de una bici plegable tamaño playmobil con la que cruzarse el paseo de la Castellana en traje y una mochila corporativa colmada de horas extra para poder decir con una sonrisa: “es como si me pagaran por aprender”. La mayor victoria del Capitalismo no ha sido enseñarnos a comprar cosas que no necesitamos con un capital que no tenemos, sino convencernos de que el mayor salario es el que no se paga con dinero.
Una gran consultora viene a ser la cantera de los mineros del s.XXI
De la cita con N. mantengo el mismo recuerdo que del cuenco de galletitas saladas con que acompañamos la conversación y las birras: insulsa pero saciante. Regresé a casa empachada y, sin embargo, podría seguir quedando con ella.
Lo hicimos, días más tarde. N. era colega del dueño de un bar de la plaza 2 de mayo (la versión madrileña de conocer a alguien con barco), así que aprovechó el trato de preferencia para lograr una proeza: pillar mesa en terraza un jueves por la noche.
Era precisamente el horario cumbre en que conviven todos los habituales de la plaza: niños jugando en el parque, personas sin hogar estirándose en los bancos, adolescentes y erasmus sacando las litronas, paseadores de perros, vendedores de libros usados recogiendo sus bártulos y peña entrando al baño público para darle, ejem, distintos usos.
Mientras compartíamos una pizza, N. me confesó que era seguidora acérrima de Aquí no hay quien viva, que viene a ser la magdalena de Proust española; la única serie que 21 años después de haberse emitido es capaz de despertar vívidos recuerdos a partir de cualquier escena cotidiana. Su mayor anhelo era encontrar a esa persona con la que dormir abrazada bajo la tenue luz del televisor, mecidas por las desgracias de Belén López Vázquez, el equivalente contemporáneo al matrimonio para toda la vida y único ideal romántico al que nuestra generación puede aspirar.
Aquí no hay quien viva es la magdalena de Proust española
También le flipaban los documentales, cuanto más aburridos, mejor. N. aseguraba sentir una extraña debilidad por aquellos en los que aparecen actores vestidos de neandertales recreando escenas de la Prehistoria. Yo le recomendé uno buenísimo que suelen poner en Telecinco, y que se llama La isla de las tentaciones.
Cuando el bar estaba cerrando, me propuso entrar. Bajamos unas escaleras de madera hasta el comedor, donde ya no había nadie, y seguimos bebiendo cerveza, fumando pitis y poniendo canciones en el móvil, hasta que N. me cogió la mano y me dijo que me acercara. Me puse nerviosa, mientras ella se aproximaba y me plantaba un morreo, todo ello bajo la atenta mirada del dueño, que seguía la escena desde las escaleras con una entrada de visibilidad reducida. Fue algo a caballo entre una cita de First dates y una reunión de capos de la Cosa Nostra versión LGTBIQ+.
Después de ese día, N. siguió escribiéndome e invitándome a planes con sus amigos, pero yo tenía la cabeza en otra parte. Más concretamente, en otro potencial match con quien por alguna misteriosa razón creía haber conectado más pese a no haber quedado todavía en persona.
La realidad es que N. no me convencía, así que en lugar de darle una oportunidad a los planes que me proponía, me dediqué a soplar la única burbuja que podemos inflar los jóvenes de hoy: la de las expectativas con una desconocida (porque, ya se sabe, más vale malo por conocer que bueno conocido). Para cuando aquello me estalló en la cara, las tornas habían cambiado: N. pasaba de mí, y yo pensé que tenía mi merecido, por listilla.
Tiempo después, me la encontré en un karaoke de Goya un miércoles de madrugada. Yo acababa de dejar el curro, mientras que N. ya se había convertido en una minera de consultora. Pero en lugar de acompañar su lamento barrenero con canciones de Antonio Molina y hollín en las mejillas, entonaba a Wisin y Yandel con un eyeliner waterproof que enmascaraba las mismas horas de esclavitud. Nos miramos, como quien reconoce ese champú que probó una temporada y no recuerda bien por qué dejó de usar, y seguimos a lo nuestro. Puede que me pase la vida soltera, pero ya veréis con qué pelazo.