Texto: Pedro Pineda
Foto de portada: Flydime
Hay en la Comunidad Valenciana un pueblo que no llega a los diez mil habitantes y que se encuentra a 50 km del mar, la arena y las paellas de chiringuito. Pero a pesar de esto, a finales de agosto duplica su población y atrae el foco de atención de toda España y parte del extranjero. El pueblo es Buñol, y el motivo de tan anómalo interés, la Tomatina.
Para quien haya estado los últimos 30 años bajo tierra, la Tomatina consiste en una batalla a la vieja usanza que se da en el mismo centro del pueblo, donde los asistentes emplean como munición tomates maduros. Si de pequeño te encantaba jugar con la comida y hacer llorar a tu primo pequeño tirándole migas de pan en Navidad, déjate de bronceados perfectos, busca la ropa más andrajosa que tengas y ve haciendo reservas porque las plazas son limitadas.
Este estrafalario evento surgió de la forma más absurda, vehemente y, en definitiva, española que quepa imaginar. En 1945, durante el desfile de gigantes y cabezudos anual que se daba en las fiestas de la localidad, hubo una trifulca entre jóvenes y uno de ellos echó mano de lo que tenía más cerca: una cesta de tomates de un puesto de verduras cercano. Los demás jóvenes imitaron a su paisano y el desfile se convirtió en la cena de los Niños Perdidos a grito de “Bangarang”.
Al año siguiente, los chicos estaban ansiosos de repetir la experiencia y cada uno llevó los tomates de su casa. El caos fue tal que la policía tuvo que intervenir y poner fin a aquello. Esta masacre vegana siguió celebrándose hasta que fue prohibida, pero tuvo tanto éxito que en 1957 los jóvenes del pueblo convocaron a todos los vecinos en el “Entierro del tomate”. Colocaron en un féretro un tomate gigante y, vestidos de luto, recorrieron las calles acompañados de una banda fúnebre. Las autoridades no tuvieron más remedio que aceptar la demanda popular y establecieron la Tomatina como fiesta de forma oficial.
Desde entonces, se celebra el último miércoles de cada agosto, aunque le precede una semana de comidas, fuegos artificiales y desfiles. En la tarde del martes previo, los buñoleros cubren como buenamente pueden las puertas y ventanas de sus comercios y viviendas, conscientes de lo que se avecina.
Llegado el miércoles, lo primero que tiene lugar es el “palojabón”: un palo largo que untan con jabón y sobre el que colocan un jamón en el extremo superior. Como sacados del Gran Prix, los asistentes intentan trepar por él mientras los vecinos lanzan cubetas de agua. Cuando alguien consigue alcanzar el jamón todos exclaman “¡Tomate, tomate!”, que es la forma de pedir que traigan el plato principal para continuar la fiesta.
Entonces entran los camiones, descargan los tomates y comienza la batalla. Y con ella, la satisfacción de estampar comida contra todo el que te rodea, el embriagante olor a tomate, la felicidad y el desahogo de una guerra pacífica. Para sentirse como un niño que se niega a madurar, la única norma es estrujar los tomates antes de lanzarlos para hacer el menor daño posible.
Tras una hora de jolgorio, termina la contienda y Buñol queda teñida de rojo. A pesar de la aparentemente dura labor que tienen por delante los servicios municipales de limpieza, el ácido del tomate hace que toda la suciedad previa al evento se levante con un simple manguerazo. Incongruencias del tomate y su higiénica suciedad.
Para evitar la masificación y poder financiar la propia fiesta, se estableció en 2013 un aforo limitado (en torno a los 20.000 asistentes, según el año) al que solo se puede asistir con una entrada que incluye el acceso a la fiesta. Precio que se incrementa si además se quiere obtener equipamiento para la batalla, guardarropa, transporte en autobús desde varias ciudades españolas y acceso a la Fun Zone, con música, comida y bebida para continuar la fiesta una vez enjuagado del gazpacho humano.
Esta celebración, como tantas otras en España, sino todas, no está exenta de polémica. En un país en que la desnutrición afecta al 40% de la población infantil (según ACNUR) y más de un millón de personas acuden cada año a las entidades benéficas asociadas a FESPAL (Fundación Española de Bancos de Alimentos), en tan solo una hora se desperdician 150 toneladas de tomates. Sin pasar por alto el impacto medioambiental (consumo de agua, electricidad, producción de CO2, etc) que supone la producción agrícola. Según FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), se necesitan 13 litros de agua para la producción de un único tomate.
Sin embargo, la empresa valenciana encargada de suministrar al Ayuntamiento de Buñol los tomates explica que tan solo destinan a la celebración aquellos que no cumplen los requisitos mínimos para su venta, atendiendo al tamaño, aspecto y nivel de maduración. Por lo que esos tomates iban a ser desechados igualmente. Además, del total de comida desperdiciada en España (7,7 millones de toneladas en 2016) un bajo porcentaje procede de las empresas, y de su gran mayoría somos los consumidores quienes debemos asumir la responsabilidad.
Así que prepara un menú semanal, haz la compra en función de lo que vas a gastar y consigue una de las menos de 20.000 entradas disponibles para gozar del placer de explotarle en la cara un tomate a tu mejor amigo.
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