La calle Carretas es una de las vías más transitadas de Madrid. Que sirva de enlace entre la Puerta del Sol y la plaza Jacinto Benavente tiene mucho que ver en que sea tan concurrida, pero también el hecho de que en 1834, fue, junto a Montera, la primera calle pavimentada y empedrada con acera. O que en 2018 se hicieran obras para convertirla en peatonal. Más espacio para transeúntes + ubicación céntrica = ajetreo. Fácil. De estas dos remodelaciones informa la Wikipedia. Y ya se sabe que tener una página propia en la enciclopedia libre es sinónimo de relevancia. Carretas es, por tanto, una de las calles más importantes de la capital.
Sin embargo, y a pesar de su notoriedad, sus 224 metros de largo sirvieron durante años para guardar secretos. En la actualidad, las grandes cadenas de comida y moda rápida ocupan la mayoría de sus locales y conviven con pensiones, tiendas de souvenirs y alguna que otra oficina; pero hubo un momento en el que la calle Carretas fue escenario de historias clandestinas, hoy día desconocidas por la mayoría.
Durante los años de la dictadura franquista, algunos de sus establecimientos sirvieron como refugio y desahogo de hombres gays, como un marginal y oscuro oasis que les permitía huir de la realidad. En ellos, los hombres homosexuales de Madrid –pero también de todos los rincones de España– vivían su sexualidad como podían durante un puñado de horas para después, como si nada, volver a sus vidas normativas y fingidas tal y como obligaba el régimen. Uno de esos establecimientos, y el que convirtió la calle Carretas y sus alrededores en la Chueca antes de Chueca, fue el cine Carretas.
La historia del cine Carretas, «espacio seguro» del Madrid franquista
El 7 de junio de 1935 se inauguraba en el número 13 de la calle Carretas un cine de igual nombre. El cine Carretas sustituía al Bazar X, un gran comercio donde se podía encontrar de todo, y ocupada sus 2.000 metros de planta con butacas de terciopelo rojo que daban asiento a más de 1.400 espectadores. Era uno de los cines más grandes de los 37 que por aquel entonces había en Madrid y también uno de los más económicos –la entrada costaba 175 pesetas, poco más de un euro–, además de los pocos que proyectaba dos películas en sesión continua de 10:00 a altas horas de la madrugada.
Sesión continua es, tal y como uno imagina, la proyección de dos películas seguidas, sin apenas descanso. Este tipo de sesiones, típicas de aquella época, poco tienen que ver con el ¿Sigues ahí? del Netflix actual y permitían entrar a cualquier hora al cine, daba igual que el guion fuese por la mitad o estuviese a punto de acabar, y quedarse en la oscuridad de la sala todo el tiempo que uno desease. Cuando terminaba una película, empezaba la otra pocos minutos después. Y en esta breve pausa, las tinieblas se mantenían. La luz no se encendía en ningún momento y solo el acomodador tenía una linterna que usaba para sentar a los espectadores.
Su ininterrumpida oscuridad, convertía a las salas de cine en espacios seguros para aquellas personas obligadas a guardar secretos. En mitad de la negrura, uno no tenía rostro ni historia ni familia; uno podía ser anónimo y sentirse libre –o, al menos impune– durante un rato. Es este uno de los motivos por lo que el cine Carretas se fue convirtiendo, poco a poco, en un lugar asiduo de hombres homosexuales, que encontraron en sus oscuras salas el perfecto lugar para dar rienda suelta a su sexualidad.
El cuarto oscuro del franquismo
En el ensayo El látigo y la pluma, Fernando Olmeda llama al cine Carretas el «cuarto oscuro del franquismo», pero durante la década de los 70, este espacio era conocido como la Catedral, ya que los homosexuales de la época acudían allí a «confirmarse». Fue en las salas de este cine donde muchos hombres gays “aprendieron a ligar por primera vez, mantuvieron las primeras relaciones pero, sobre todo, supieron que no estaban solos”, cuenta el divulgador LGBTIQ+ Alex Cañizares en uno de sus vídeos.
La Catedral fue, durante unas décadas, el punto de encuentro de aquellos que no querían ser encontrados. El verdadero y más primitivo placer culpable. Comenzó, seguramente, de forma inesperada y acabó convirtiéndose en una meca marica, llegando a aparecer en una conocida guía gay internacional. «Su clientela era tan abundante que llegó a ser la sala de mayor éxito de toda España, batiendo récords en la década de los 70», explica Ignacio Incera en su fancine sobre el cine.
A ella no acudían cinéfilos, sino principalmente hombres homosexuales atraídos por las anécdotas que habrían escuchado y la prometida oscuridad. «La luz hubiera sido muy impertinente para los menesteres a los que la mayoría de los visitantes de la sala se prestaban», cuenta Incera.
El éxito del cine Carretas, que de cine ya solo tenía el nombre, sirvió también para que las calles aledañas se convirtieran en una especie de barrio gay en las sombras. «En la calle Victoria, por ejemplo, se encontraban unos populares billares frecuentados por los chaperos y sus clientes, y como la salida del Carretas daba a la de Espoz y Mina, el pasaje de Matheu, que conecta ambas, se convertía en una auténtica fiesta después de cada sesión de cine«, explica Diego Parrado para Flooxer. Como ocurre hoy con los locales de empanadas argentinas, 50 años atrás, los bares de ambiente se multiplicaban por la zona debido a la demanda. La diferencia es que aquello no era una moda, sino más bien una necesidad.
El final de una época
Con el paso del tiempo, y debido a los estragos que causó la droga en la población joven y el gran número de muertes que provocó el SIDA y su desinformación, la zona de Carretas fue perdiendo afluencia y sus locales más emblemáticos –al menos para un sector de la población– acabaron cerrando. Entre ellos, el cine del número 13 de la calle Carretas.
El cine Carretas cerró sus puertas para siempre el 2 de julio de 1995, aunque hacía ya unos años que había perdido su labor social. Lo hizo, curiosamente, proyectando en sesión continua dos películas de despedida: Indio, la gran amenaza y Con la Poli en los talones. Tras seis décadas y con un importante pedazo de historia LGTBIQ+ a sus espaldas, el cine Carretas decía adiós, junto a otros muchos locales, y dejaba atrás un remanso de paz y disfrute efímero para muchas personas disidentes.
«Tomadas hoy por los pubs irlandeses, los calamares y las patatas bravas, fueron estas calles a espaldas de la Puerta de Sol las primeras en las que pudo respirarse cierta libertad«, tal y como describe a la perfección Parrado en su artículo. Hoy, el espacio que ocupaba el cine Carretas, es un bingo.
La calle Carretas, un secreto a voces
Nadie sabe muy bien explicar por qué, entre todos los cines de la capital, fue Carretas el preferido por el público homosexual. Era céntrico, pero los cines Ideal también lo eran. Era oscuro, sí, pero no más que cualquier otra sala de la época. En un artículo de 1986, el periodista José María Cervantes escribía en El País que los «los parroquianos más mayores no supieron dar respuesta a la pregunta de cuándo y por qué comenzó a crearse ambiente precisamente en el cine Carretas«. Y añadía que «es fácil imaginar que los homosexuales de antaño, tras muchos avatares, se vieron obligados a tomar como sede un lugar discreto para sus contactos«. Un espacio donde ser uno mismo, fuera como fuera.
Además de la cercanía, la falta de luz y la necesidad, otro de los motivos –y quizás el más distintivo de todos– que convirtieron al cine Carretas en «la catedral del morbo homosexual» tal y como titula Cervantes su escrito, es el que tiene que ver con sus trabajadores. Ellos sabían lo que ocurría en su interior y, aún así, lo permitían. En el texto de El País, el periodista reconoce haber hablado con la señora de la limpieza y con el portero y ninguno se mostró extrañado, llegando a reconocer este último que «lo que haga el público en las butacas no le importa».
Una cita curiosa pero aún más si tenemos en cuenta que la Dirección General de Seguridad estaba ubicada a apenas unos metros del cine, en la Real Casa de Correos, actual sede del Gobierno de la Comunidad de Madrid, en plena Puerta del Sol. Allí, en sus calabozos, varios cientos de hombres homosexuales, pasaron más de una noche señalados por la Ley de vagos y maleantes.
¿Por qué entonces, estando tan cerca, permitieron las fuerzas franquistas la existencia de lugares como el cine Carretas y los otros muchos locales que surgieron por la zona? ¿Por qué no clausuraron aquella milla arcoíris y encendieron las luces de la sala de cine para pillar in fraganti a todos esos hombres gays que la frecuentaban? Imagino que porque se dieron cuenta de la más obvia de las obviedades: personas LGTBIQ+ habrá siempre y no es posible borrarlas, solo condenarlas, injustamente, a vivir en las tinieblas.