
Este texto es el cuarto de una serie de columnas escritas por la autora de la newsletter Too Match, Inma Benedito, en exclusiva para Madrid Secreto. Too Match es un diario de citas fracasadas. Una versión bollera de Sexo en Nueva York, pero en Madrid y, desafortunadamente, con menos sexo. Puedes suscribirte a su newsletter en este enlace.
Madrid es una ciudad donde un buen día te levantas y te han montado un Uniqlo en la cama. La espiral de aperturas y cierres de locales de moda ha alcanzado un punto de centrifugado en el que, para cuando llegas a la inauguración, el garito ya está en traspaso.
Yo, que siempre he trazado mi mapa mental de la ciudad en base a la continuidad de los escaparates (todo el mundo sabe que Atocha comienza con un McDonald’s y Fuencarral termina con un VIPS), ahora tengo que pararme en cada esquina y mirar hacia arriba para saber en qué calle estoy. Supongo que por eso me sorprendió que la cita fuera en un lugar que estaba convencida de que había cerrado hace tiempo.
Ocurrió una tarde de invierno. No sabría decir exactamente cuándo, así que puede ser que todavía no haya sucedido. En cuanto a los hechos, sé que solo los recordé al llegar a casa, por lo que no podría garantizar su fiabilidad más de lo que puedo fiarme de mi memoria, que acaso es lo único que existe.
Todo el mundo sabe que Atocha comienza con un McDonald’s y Fuencarral termina con un VIPS
Se llamaba Inma. Inma y un apellido poco común. Benedito, Benedetto, algo así, como de falsificación italiana o de Papa muerto. Cuando hicimos match no le di mucha importancia a la coincidencia en el nombre. Tener una cita Tinder con alguien que se llama igual que tú puede resultar siniestro, pero más siniestro es que unos padres decidan llamar a su hija Inmaculada Concepción. Tampoco reparé en la expresión familiar del selfie en el espejo, ni en la edición de Bruguera que sostenía con la prosa completa de Jorge Luis Borges, volumen dos. La misma que yo había perdido algunos años antes durante una mudanza.
Inma propuso quedar en La Libre de Lavapiés. A mí me pareció bien por el mero hecho de haber creído que La Libre no existía más y la promesa renovada de que sí, que quizás nunca se había ido.
Pensaba que había cerrado, le dije al encontrarnos en la puerta; que la habían cambiado por un restaurante cubano con flores de hibisco de plástico trepando por las paredes y una barra cubierta por una costra de piedra en papel maché que parecía derretirse, como recreando la sensación de tomarse un daiquiri en plena erupción del Kilauea, que está en Hawaii, pero qué más da, si es tropical. Ella me miró raro y entramos.

Libre (calle Argumosa, 39) || Crédito editorial: José Antonio Rojo
Era bajita, aunque no más baja que yo. La estudié mientras buscábamos hueco. Llevaba unos zapatos oxford color marrón, pantalón de pana, jersey de cuello vuelto negro y un gran abrigo gris plomo con solapas que ocultaba por completo su pequeño cuerpo, como si fuera un minion vestido de Peaky Blinder.
La Libre era el penúltimo bar en la acera impar de Argumosa (sin contar con el NuBel, que no sé muy bien qué es, aparte de caro). La cafetería estaba igual que como la recordaba. El patrón geométrico amarillo en el papel pintado de las paredes, las máquinas de escribir, teléfonos fijos y televisores, entre otros objetos retro inclasificables repartidos por el local, la estantería llena de libros usados y la colección de mesas y sillas mid-century rodeando la barra, donde la dueña ordeñaba la cafetera para sacarle todo el vapor.
Nos sentamos en el sofá de cuero con capitoné del fondo, junto a una ventana de guillotina semiabierta, sujeta por un vaso de caña Mahou vacío. Aproveché que Inma estudiaba la carta para continuar con el repaso. Podría decirse que era mona, aunque tampoco espectacular. Una vez mi abuela me dijo: tú no eres un bellezón, tú eres bonica. Del montón bueno, vaya. Mandíbula cuadrada, labios rectos que se ensanchaban al sonreír y nariz redonda, como una cereza colgada entre las cejas. Sus ojos eran grandes y camaleónicos: marrones en la distancia, verdes al sol, grises cuando se te quedaba mirando largo rato.
Una vez mi abuela me dijo: tú no eres un bellezón, tú eres bonica.
Tenía el pelo castaño, un poco más claro que yo, aunque ella aseguraba ser rubia y se ofendía si alguien la tomaba por otra cosa. Con los años había desarrollado una depurada teoría que podía resumirse en que, si había nacido rubia y ahora tenía el pelo oscuro, obviamente solo podía ser rubia oscura. Las personas con el pelo rubio probablemente sean las primeras en padecer a través de su cuero cabelludo el duelo por el paso del tiempo.
A Inma le gustaba el buen cine, la buena literatura y la buena música, y su método infalible para sentar cátedra pasaba por dar por hecho que sabías exactamente a qué se refería con eso. Formaba parte del club de las críticas por amor al arte, una facción foucaultiana de las milicias intelectualoides dedicada a vigilar y castigar el consumo cultural de la civilización occidental. En otras palabras, la @polisía de la cultura.
Nadie les paga, nadie les ha preguntado, pero por alguna razón sienten la imperiosa necesidad de hacerte saber a ti y a todo Instagram qué les ha parecido la última novela de Sally Rooney. Sin su opinión, probablemente el mundo dejaría de girar y las calles colapsarían de peña desorientada buscando qué leer. Por lo general, el número de portadas de libros en su feed es inversamente proporcional a la probabilidad de que los hayan leído.
Este selecto club suele pasar las tardes patrullando la Cuesta de Moyano, donde compran por cinco euros ediciones que antes regalaban con La Razón, asistiendo a ciclos de cine iraní en la Filmoteca o a cualquier otro evento que cumpla con el único requisito de dar pereza. En el club de las críticas por amor al arte el placer por el placer no existe. No si no implica un intercambio de capital cultural. El arte solo vale la pena si cuesta entenderlo; es una búsqueda, un examen de universidad, un sacrificio necesario para alcanzar la iluminación espiritual, lo mismo que caminar con piedrecitas en los zapatos.
Por supuesto, hablamos de cultura. A las dos nos gustaban las obras del Pavón, un teatro que durante cierto tiempo basó su identidad en amenazar con un cierre inminente cada final de temporada, algo parecido a lo que hacen todas las abuelas de España cuando dicen que estas pueden ser sus últimas Navidades. Al final cerró. Es una pena, dije. Me miró sin comprender:
– No ha cerrado.
– Claro que ha cerrado, respondí: Ahora hay un Pavón, pero no es el mismo. Es otro.
– Que no ha cerrado.
El arte solo vale la pena si cuesta entenderlo
Decidimos pagar los cafés e ir a comprobar quién de las dos tenía razón. Salimos de La Libre y subimos Argumosa. La calle Argumosa es el paseo marítimo de Madrid, solía decir mi amigo P. Gente que pasea mirando las terrazas llenas y terrazas llenas de gente que mira a quien pasea. Imaginé Madrid como un Benidorm venido a menos, con sus relaciones públicas bajo las marquesinas iluminadas por luces de neón, menús en inglés y turistas bailando en su interior el último hit de Bad Bunny contra la gentrificación de Puerto Rico.
Cruzamos la frontera entre Lavapiés y la Latina casi sin dirigirnos la palabra. Supongo que teníamos miedo. Ella, de no llevar razón, y por un momento yo también tuve miedo de tenerla. Llegamos al edificio histórico, la fachada neoclásica decorada con relieves terrosos. Conforme doblamos la esquina del Kamikaze, Inma aceleró el paso, me cogió de la mano y se aproximó a grandes zancadas mientras con la otra señalaba al teatro y decía: ¿Ves? ¿Ves?
Está bien, no estaba cerrado, pero la lona negra de siempre había sido sustituida por otra de color amarillo con un Pavón con la V exageradamente grande.
– Sí, pero no es el mismo, me limité a decir.
– ¿Cómo que no es el mismo?
– Es otro.
– ¡Pero si se llama igual!

En Luces de Bohemia, Max Estrella le dice a Don Latino que “los héroes clásicos, reflejados en los espejos cóncavos, dan el Esperpento”. Aquello era como poner el antiguo Pavón delante de un espejo cóncavo y pretender que fuera lo mismo.
Volvimos a Lavapiés. Inma decía conocer un garito en el que fijo había sitio. El bar estaba en la calle de la Fe, detrás de una verja que parecía la puerta de una cárcel, bajo un cartel de madera en el que se leía El Botas en tipografía de película western. Estaba vacío.
En el interior había un futbolín, varias mini reproducciones de Harleys Davidson de escayola, una figurita de Elvis Presley sobre un letrero luminoso de Las Vegas, una fotografía de Marilyn Monroe tirando un beso y un par de carteles de hojalata: uno era una matrícula de coche con la inscripción Ruta 66 en castellano y otro decía: Warning, genius at work. Con ese atrezzo, era inevitable no sentirse transportada a Tejas.
Avanzamos hacia la barra, no sin cierta dificultad debido a que los pies se nos pegaban a las baldosas. Tenía pinta de que el genius at work no había limpiado el suelo desde la Transición. El genius era un señor mayor detrás de la barra, con camisa rancia de cuadros y un piti cosido a la oreja por no poder llevarlo en la boca “por la maldita ley antitabaco”. No se había afeitado en varios días y la barba rala le parcheaba la mandíbula con trozos de piel. Pedimos un par de tercios.
– ¿Qué cerveza?
– Un par de Estrellas Galicia
– No hay.
– ¿Águila sin filtrar?
Creo que puso los ojos en blanco.
– ¿Qué tiene?
– Mahou.

Pedimos dos Mahous. De fondo sonaba una canción de los Burning. Aquel tipo presumía de ser dueño del único bar de todo Madrid que no ponía música de la SGAE. Al principio no me cayó bien. Demasiado borde. Un par de tercios más tarde seguía siendo igual de borde, pero entendí que era una cuestión de supervivencia, como la corteza endurecida del árbol que sufre. En otras palabras, la versión española de Clint Eastwood. También me di cuenta de que era precisamente la falta de pretensión lo que convertía aquel bar en un lugar auténtico. No aspiraba a ser un santuario del rockabilly, tan solo El Botas.
A Inma el rock le traía sin cuidado. A mí lo que me gusta es el jazz, dijo. Por supuesto, pensé. Pero no el jazz rollo Frank Sinatra, sino ese tipo de jazz estridente en el que parece que los instrumentos vomitan semicorcheas. Decía que escuchaba a Thelonious Monk, aunque probablemente fuera el gato de Thelonious Monk paseándose por el piano. Me habló de un bar de jazz al que solía ir y donde tocaban en directo, por Huertas. Imaginé que se refería al Café Central, pero no.
Salimos del Botas trifásicas y pusimos rumbo al bar de jazz. Ya era de noche y los neones de las marquesinas iluminaban las inscripciones doradas de la calle Huertas, llena de relaciones públicas ofreciendo chupitos de tequifresa y de turistas cayendo en la trampa. Nos detuvimos frente a una de las marquesinas, decorada con molduras de madera enmarcando las vitrinas. El bar no tenía pinta de jazz. El interior era un compuesto de baldosas hidráulicas, sillas Eames, conductos de aire recorriendo el techo y una carta en inglés anunciando platos típicos de Madrid, como tequeños o nachos con guacamole.
– ¿Es aquí? ¿Entramos?
Inma no respondió. Se limitaba a estudiar la fachada con cara seria y mirada ausente, como si estuviera en dos lugares a la vez. Aquel había sido durante mucho tiempo el Café Populart. Recordé haber pasado la mitad de mis noches de universidad ahí metida. Era como el Café Central, pero asequible, y supongo que por eso cerró. Como un perfume antiguo me vino a la mente la atmósfera laberíntica de arcos y espejos, las paredes naranjas con saxofones colgados, recortes de periódico y fotos en blanco y negro de Nina Simone o Chet Baker, las mesas redondas de mármol blanco y sillas Thonet, y el grupo al fondo pellizcando el chelo igual que a un cuerpo dormido. Igual que Inma me pellizcaba a mí para que despertara. La miré.
– Creo que me voy a casa.
Traté de consolarla. Hay muchos bares de jazz en Madrid, dije. Es divertido descubrir sitios nuevos, aunque otros cierren. También Roma destruyó Grecia y los ejércitos cristianos desmantelaron Roma, y el islam acabó con los templos budistas y Occidente con las civilizaciones indígenas. Santa Sofía fue iglesia y mezquita antes que museo y mezquita (de nuevo). ¿Por qué no vamos al Candela? Acaba de reabrir.
Santa Sofía fue iglesia y mezquita antes que museo y mezquita (de nuevo)
Me miró callada. Por lo visto un productor de cine se había asociado con un actor y una ganadora de Masterchef e iban a resucitar el Candela, a darle una nueva vida. Igual que pasó con el Palentino y con el Pavón, con Juana la Loca y con el Melo’s. Iban a unir tradición y vanguardia, priorizar la esencia, mantener el espíritu del local. Iban a coger al muerto y maquillarlo. Que parezca vivo. Que parezca que todo sigue igual. Ya sabes, al final todo vuelve. Vuelve el Rock-ola, vuelve Gabana, vuelve Casa Botín, vuelve el Zalacaín. Tu ex también vuelve. Como si no supiéramos que no hay nada peor que volver al lugar en el que fuimos felices. Todo vuelve y ya nos hemos ido.
Volví caminando a casa. Caminaba y Madrid se perdía en cada calle, en sus mil caras. Entonces me di cuenta de que no recordaba la cara de la que me acababa de despedir. Tal vez algún gesto. No, ni eso. Cogí el móvil para buscar su foto de Whatsapp, pero era un paisaje. Un lugar en el que yo también había estado años atrás. Entré en Tinder y me perdí entre todas esas caras. ¿Cómo se llamaba? Era un apellido poco común, como de falsificación italiana, de Papa muerto. Seguí caminando. Era imposible que no me acordara. Traté de evocar aquella noche. No se olvida tan fácilmente. ¿Qué cené ayer? Entré en casa. Me quité el abrigo gris plomo con solapas y corrí al baño. Abrí el grifo para llenarme la cara de agua fría. Me detuve frente al espejo un instante antes de darme cuenta. Levanté la vista y ahí la tenía. Era yo, acaso algunos años más vieja. Otro yo, no el de hacía unos minutos. El yo de ahora.