Dice, perdón, canta el niño Billy que bailar es eléctrico. Que cuando se entrega a un ritmo, se libera en cuerpo y alma. Vemos cómo fluye sobre las tablas y nosotros también ansiamos movernos, desatarnos así. Es salir de Billy Elliot: El Musical y que se te vayan solos los pies. Es llegar a casa y ensayar pliés rudimentarios en la cocina.
Billy Elliot es un alegato a favor de la pasión por el arte, una oda a la danza orquestada por un elenco de niños y adultos que desborda talento vocal, corporal e interpretativo. El buen trabajo no se mide por el número de las zapatillas de ballet: niños y niñas rozan el nivel de los actores veteranos que encarnan a padres, profesoras y hermanos mayores.
El musical representa una doble batalla contra el establishment. Billy pelea, al principio en secreto y después a pecho descubierto, por cumplir un deseo tan sencillo y revolucionario como es ser un chico y bailar ballet en un pueblito inglés de los años ’80. Su padre y su hermano, horrorizados por la incursión del niño en territorio «femenino», se enfrentan Margaret Thatcher en una larguísima y vana huelga (sobrecargada de testosterona) de trabajadores cabreados por el cierre de sus minas.
Ambas luchas son una única reivindicación de ese estado mental que solo es posible si la solidaridad, la persecución de un objetivo común y la amplitud de miras entran en juego. Las dos cosas son un mismo grito por esa libertad electrizante que sacude a Billy y a su público.