
Una vez más, agradecemos a Mariví Vidal Villalba adentrarnos en las curiosidades históricas de nuestra ciudad. En esta ocasión nos descubre la vida del bandolero que da nombre a uno de los rincones más emblemáticos de la Plaza Mayor: Las Cuevas de Luis Candelas. Esperamos que disfrutéis tanto como nosotros leyéndola:
Las cuevas de Luis Candelas, es un restaurante castizo y con historia de Madrid. Este establecimiento recrea la situación de la época , ya que el lugar donde está asentado, sirvió allá por el año 1825 de guarida y cobijo para uno de los más célebres bandoleros de Madrid: Luis Candelas.
Su ubicación, un lugar privilegiado por motivos históricos y gastronómicos, se halla a cincuenta metros de la Plaza Mayor, cerca de una de sus más conocidas entradas: el Arco de Cuchilleros.
Su existencia como ya apuntamos, esta vinculada sin lugar a dudas, a un personaje convertido en leyenda. La vida de Luis Candelas fue tan importante tan intensa, como temida su persona; rodeado de un halo a caballo entre la leyenda y la realidad, que le acompañaría hasta el final de su existencia.
Vino al mundo allá por el año 1804, en la calle Calvario, en una carpintería, negocio que regentaba su padre, en el seno de una familia que si bien no era muy acomodada, desde luego vivía sin apuros económicos.
Bandolero culto y refinado, pues era un avezado lector, a la vez que le gustaba vestir bien y hacia gala de exquisitos modales. Tanto es así que al perder a su padre, en vez de continuar con el negocio familiar, se dedicó a ser librero. Posteriormente compaginaría su insidiosa labor, que le dio a conocer, con un puesto en la secuencia del Resguardo de Tabacos de Madrid.
Su paso por la cárcel, establecimiento que conocía muy bien, pues contó en su haber con seis fugas, le reportó codearse con la clase política. Allí conoció a Salustiano Olózaga, el que sería su benefactor para su incursión en el mundo de la masonería.
Quizá llevado por la ambición o por la osadía, hizo que este Bandolero sofisticado, emprenderá “dos grandes hazañas, que a su vez se convertirían en dos grandes errores imperdonables.
Uno de ellos sería el asalto a la diligencia de Embajador de Francia, “haciendo acopio” no sólo de joyas, sino de documentos estos de trascendente valor y muy comprometedores. Y el segundo, y no menos importante, sería el robar el taller de la influyente modista de la por entonces reina regente Maria Cristina.
Sus aventuras no llegaron muy lejos, y una vez que se da aviso de su orden de busca y captura, es detenido en el municipio vallisoletano de Alcazarén. Ya en manos de la justicia, no deja la provincia de Valladolid, para ser trasladado primero a Valdestillas, y luego a la capital.
Finalmente y para acabar con sus andanzas, recalará en Madrid, y tras ser sometido a un juicio el 2 de noviembre de 1837, será condenado a la pena capital: ser ejecutado en el garrote vil. Solicita la clemencia de la soberana regente, pero lejos de provocar cualquier tipo de conmiseración, le será denegada.
Haciendo gala hasta el final, de su gallardía y bizarría, la leyenda y la historia le atribuyen a este singular personaje, la célebre frase que pronunció momentos antes de ser ajusticiado: Adiós Patria mía, ¡¡sé feliz!!