“En boca cerrada no entran moscas, pero sí gorriones que luego no pueden salir y mueren atrapados en una cárcel de hierro fundido”. Esa podría ser una libre reformulación de un célebre refrán que, al mismo tiempo, introduciría más mal que bien el tema del artículo: la estatua de Felipe III como cementerio de pájaros.
Es necesario —o no necesario, pero sí recomendable— contextualizar mínimamente la historia. La estatua de Felipe III se construyó en Florencia en 1616, fue obra de Juan de Bolonia y de Pietro Taca y se hizo con hierro fundido. Fue trasladada a Madrid y figuró solemnemente en el palacio de los Vargas en la Casa de Campo hasta 1848. Luego, Mesonero Romanos la trasladó a la plaza Mayor y como consecuencia de sus implicaciones simbólicas, durante la I República estuvo resguardada en un almacén. Al acabar, se sacó a la calle, se puso en la plaza Mayor y hasta hoy.
Hasta hoy, pero con un inciso relativamente hilarante, sí. En 1931, coincidiendo con el alzamiento de la II República, un ciudadano en plena catarsis y extático por la ausencia de reyes consideró buena idea meter un artefacto explosivo en la boca del caballo. Aquello, cuentan los cronistas, provocó un estallido, pero no lo suficientemente grande para mandarlo todo por los aires. El artefacto explosivo explotó e inmediatamente cientos de huesecillos llenaron el suelo de la plaza.
La incertidumbre, suponemos —esta frase es periodismo ficción—, se apoderó de los presentes: qué era eso que estaba volando por los aires. Eso que estaba volando por los aires eran huesecillos de gorriones.
El asunto es que estos pájaros de reducido tamaño se paraban a descansar en la boca del caballo y por un descuido o por cualquier otro motivo de lógica avícola, se dejaban caer por el cuello hasta reposar en el estómago de hierro. Este descenso a los estómagos hacía imposible el retorno. El gorrión estaba condenado a vivir entre los cadáveres de sus iguales. No podían salir del interior del caballo porque la estrechez del cuello impedía el aleteo animal.
Luego acabó la guerra, llegó la dictadura y alguien consideró que los gorriones madrileños ya habían sufrido lo suficiente y que lo más lógico era encomendarle a Juan Cristóbal la labor de restaurar la obra. Juan Cristóbal selló la boca y los gorriones pudieron campar a sus anchas por la plaza Mayor.