Debe haber un equivalente posmoderno y urbano al algo se muere en el alma cuando un amigo se va. La formulación sería algo como: algo se muere en una ciudad cuando un local (restaurante, hotel, floristería) que representa su idiosincrasia cierra sus puertas.
No es necesario haber entrado, no es necesario saber que era una floristería y ni siquiera es necesario saber que llevaba ahí desde 1889 —más que cualquier ciudadano de Madrid— para saber que El Jardín del Ángel es —era— un espacio icónico de la ciudad.
Los días del Jardín del Ángel, ubicado al comienzo de la calle Huertas y haciendo esquina con la calle San Sebastián, llegan a su fin. Y llegan, según sabemos porque así lo ha informado El País, por desavenencias con el párroco de la iglesia que ostenta la titularidad del terreno. La iglesia es la de San Sebastián y el Jardín del Ángel es algo así como su patio.
Esta pequeña floristería con aspecto de invernadero y hecha de cristal y madera junto a un olivo centenario fue antes un cementerio. Aquí reposaron los huesos de Lope de Vega o de Ventura Rodríguez hasta que Carlos III consideró que eso era antihigiénico. A saber, las ciudades crecen, pero antes de crecer los campos santos estaban donde estuvieran y uno de ellos estuvo en Huertas. Hasta que, como decimos, Carlos III alejó del centro de las ciudades los cementerios.
Ahora, casi como una forma de metáfora macabra parece que todo surge como una respuesta a que los locales más típicos de Madrid no tienen lugar en su sitio de siempre. Y hablando de metáforas: ni el escritor más corto en recursos hubiera hecho uso de una metáfora tan manida para definir la situación: ni las flores crecen ya en un centro de Madrid, yermo, que no entiende nada.