La función iluminadora de la etimología la convierte en la ciencia más incierta y más divertida del mundo: ese resplandor que da el hecho de conocer el origen de una palabra o expresión lo aportan muy pocas cosas en la vida. Es el caso, por ejemplo, de la frase “más chulo que un ocho”, con origen fechado y geolocalizado.
Pongamos que eran finales del siglo XIX. Por ejemplo, 1871. Y pongamos (palabras de Antonio Flores, por cierto) que hablamos de Madrid. En esos años la capital de España empezaba a acercarse a la vanguardia industrial que abanderaban otras urbes europeas. Y lo hacía, por ejemplo, mediante la presencia del tranvía.
Uno de ellos (el número 8, como bien habrá adivinado el lector más audaz) hacía un recorrido parecido al de la línea 3 de metro: salía de Puerta del Sol y llegaba a San Antonio de la Florida. Por el camino pasaba por Preciados o Leganitos, pero esa es otra historia.
La cuestión es que los madrileños y las madrileñas no dejaban pasar la ocasión que se brinda a mediados de mayo de venerar al santoral de la ciudad: San Isidro, claro. Viaje en tranvía a la pradera que le da nombre y traje regional cubriendo casi cada centímetro de la piel. Ellos, el parpuse a cuadros blancos y negros y el clavel en la solapa; ellas, el mantón y el clavel en la oreja.
Los ciudadanos que se desplazaban a pie o que no iban a la pradera veían el tranvía (pienso) como quien ve una carroza. Como una atracción turística. Llena de chulapos y chulapas. La historia se resuelve sola y casi no haría falta decir que uno más uno son dos, pero el tranvía número ocho lleno de chulapos llevó a que alguien acuñara la comparativa: ser más chulo que un ocho. Luego la frase se extendería por toda España y la temporalidad dejaría de tener sentido. Y el resto es historia.
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