Goya es como un sueño inacabado y recurrente: siempre volvemos a él. Nadie sintetizó mejor la crispación entre iguales y lo que Baudelaire definió como “la pesadilla de las cosas desconocidas”. Lo normal es volver a Goya y más cuando todo te lleva a él. Una parada de metro, el 275 aniversario de su nacimiento o un enorme mural de una de sus pinturas más emblemáticas: el Perro Semihundido.
El mural en concreto se ubica en el éter en el que algún día estuvo pintada la obra original: el de La Quinta del Sordo, la finca en la que vivió, la finca en cuyas paredes plasmó sus pinturas negras, la finca que fue demolida en 1909 y la finca, dicho sea de paso, que no toma el nombre de su más famoso propietario, sino del anterior (que también era –irónicamente– una persona sorda).
El siempre genial Servando Rocha publicó un artículo en Agente Provocador en el que hablaba de este mural. El artículo es un paseo psicogeográfico por el barrio de Puerta del Ángel y en él Rocha fantasea con la función del perro que se ha salido del cuadro: “quizás mira más allá, al Madrid reglado, al centro que entonces cada vez más implosionaba y se derramaba hacia las afueras”.
El mural fue plasmado en el número 36 de la calle Caramuel por iniciativa vecinal (la autoría le corresponde a Marco Prieto Sánchez) y se hizo para recordar de alguna forma que ahí vivió Francisco de Goya (en ese mismo bloque hay más murales que reconocen que ahí vivió el pintor). Como una forma de vindicar una cuestión que no vindican quienes deberían, como una forma, quizás, recelosa de incidir en lo injusto que es que la parada de metro de Goya esté tan lejos del sitio en el que vivió, como una cuestión de orgullo mínimo.