No se tiene en suficiente consideración la importancia de las ciudades y tampoco su fuerza simbólica total y tangencial por impactar en el lenguaje colectivo. Un poco al modo de un efecto mariposa temporal, lo que ocurre en Madrid en el siglo XVIII tiene ecos en cualquier otro sitio del mundo en 2021.
Es el caso de la expresión “el quinto pino”, con origen geograficable y fechable. Lugar: Madrid, fecha: siglo XVIII. Corrían los años de reinado de Felipe V cuando el monarca (o el encargado del urbanismo de Madrid entonces, vaya) ordenó la plantación de cinco pinos repartidos por la arteria principal de la ciudad: el paseo Recoletos.
El primer pino estaba en lo que hoy es Atocha y el quinto pino, en lo que hoy es Nuevos Ministerios. Los madrileños de entonces, sin aplicaciones de mensajería instantánea, veían los pinos como puntos de quedada, siendo que el primero y el segundo eran los más frecuentados y el quinto, el lugar en que quedaba los crushes de entonces para (como dijo Jardiel Poncela) tender ese puente cuya utilidad es pasar del onanismo al embarazo.
El quinto, decíamos, era el más lejano, el más periférico, el que estaba en las afueras de entonces. Y así la literalidad de un lugar en el que quedar se convirtió en el sentido figurado de un lugar al que nadie quiere ir.