Si forzáramos a un madrileño a definir su ciudad en base a, por ejemplo, diez ejes, costumbres o rasgos de identidad, seguro que ir al rastro el domingo estaría entre esas ideas. El Rastro ha sido escenario de libros, de películas, de anécdotas. Centro vibrante de creación cultural cuando el flamenco bullía en Madrid. Una idea vaga fundamental sin la que no se entendería lo madrileño.
El Rastro, claro, es una tradición indisolublemente vinculada a las aglomeraciones y como tantos otros fenómenos de masas tuvo que frenar en seco su actividad. Y tardó 36 semanas en reanudarse.
La vuelta al trabajo de un millar de comerciantes se produjo en noviembre tras largos meses de negociaciones con el Ayuntamiento, que garantizó su regreso con unas condiciones muy concretas: los puestos son rotatorios (500 cada domingo), el aforo máximo es de 2.700 personas y lo controla la policía mediante drones, el recorrido es unidireccional y empieza en la parte baja de Ribera de Curtidores.
Y como a perro flaco todo son pulgas, Filomena tampoco fue favorable con la situación de tantas familias que dependen de El Rastro. Como todo Madrid, las calles de la Latina se llenaban de ramas tronchadas, hielo en las aceras y coches que no podían moverse. Así, El Rastro estuvo otras dos semanas sin funcionar: una por el temporal y otra por sus consecuencias. El fin de semana pasado volvía a funcionar tímidamente y Angel Biyanueba, fotógrafo, se adentraba en sus calles para mostrar cómo lo castizo convive con la pandemia, cómo es 2021 para uno de los sectores más golpeados por el coronavirus, cómo sobrevive una parte fundamental de la identidad madrileña.