A lo largo de los años, Madrid ha tenido sucesos macabros dignos de cualquier thriller.
Manuela Malasaña, Ángel Sanz-Briz o Daoíz y Velarde. Si algo tienen en común estas personas es que, en algún momento de la historia de Madrid, sus nombres se hicieron hueco por sus favorables hazañas. Sin embargo, toda luz tiene su oscuridad y en Madrid también ha habido malhechores que han ocupado la crónica de la ciudad. Algunos de ellos han tenido vidas dignas de novela o película.
El Duque de Lerma
Francisco de Sandoval y Rojas es conocido por muchos como «el padre de la corrupción española«. Su posición como valido del rey Felipe III le facilitó bastante sus cometidos, pues en 1601 logró convencer al soberano de trasladar la corte de Madrid a Valladolid con el único objetivo de llenar sus arcas. Esta operación le permitió adquirir terrenos y palacios (de los nobles que se mudaron hasta Castilla y León) a muy bajo coste para alquilarlos a precio de oro a quiénes deseasen instalarse en ellos. Tras su cometido, volvió a influir en la opinión del rey para que éste volviese a establecer la capital en Madrid. Pero no se contentó con eso, ya que cuando logró estar en lo más alto, procuró que los suyos también lo estuvieran ofreciendo cargos a sus familiares y a los nobles con los que simpatizaba.
El Capitán Sánchez
Aunque no era madrileño, sus fechorías tuvieron lugar en la ciudad. El Capitán Manuel Sánchez fue un militar gallego que llegó a Madrid en 1913 tras el abandono de su mujer, quien huyó a América debido a los malos tratos que éste le procesaba. Vino acompañado por su hija, Marisa, quien además se convirtió en su amante. La búsqueda de un nuevo hogar no se debía a ocultar los orígenes del incesto, sino a encontrar algún soltero adinerado a quien poder exprimir. La pareja pretendía que ella sedujese a algún joven en los aposentos del soldado, de esta forma, Sánchez fingiría desagradable encuentro en el que sentiría perdida su honra, por lo que pediría dinero al amante de la joven para no contar lo sucedido a las autoridades.
El plan parecía ir viento en popa, pues Marisa encontró a Jalón, un joven adinerado. Sin embargo, los celos de su padre/amante torcieron los planes, pues éste acabó con el joven de un martillazo. Lo más curioso es la forma en la que decidieron deshacerse del cadáver: cocinándolo al ajillo y arrojándolo por las cañerías. Los fontaneros descubrieron restos del fallecido, por lo que Manuel acabó ejecutado al día siguiente y su hija en la cárcel, donde murió.
El Cura Merino
Aunque comparte apodo con Jerónimo Merino, su historia no tiene nada que ver con la de éste (un líder guerrillero durante la Guerra de Independencia Española). Martín Merino y Gómez, sin embargo, también se apodaba «el apóstata» por intentar acabar con la vida de la reina Isabel II en 1852. A pesar de ser una figura religiosa, sus ideas liberales le hicieron abandonar su convento franciscano para luchar en la Guerra de Independencia; aunque sin ideales políticos también habría durado poco su labor religiosa, pues fue expulsado de varias iglesias por su mala conducta.
Un mes y medio después de que la reina Isabel diera a luz a la infanta, ésta se disponía a acudir a su correspondiente misa a la iglesia de Atocha desde el Palacio Real. Antes de que Isabel partiera hacia el sacerdocio, Merino logró entrar (vestido de cura para no levantar sospechas) en busca de la soberana. Consiguió encontrarla en una de las galerías del palacio y sacó de su sotana un puñal con el que acuchilló a la reina. Por suerte para ella, su corsé y sus joyas salvaron su vida, pues aunque resultó herida, no fue grave. Merino fue arrestado rápidamente por la Guardia Real y condenado a muerte por garrote vil.
El Matamendigos
Francisco García Escalero se gano su apodo debido a las 11 vidas que arrebató. Además de asesinar a sus víctimas, llegó a practicar necrofilia o canibalismo a algunas de ellas. Aunque pasó más de una vez por la cárcel y por el manicomio, su destino final fue un psiquiátrico penitenciario de Alicante, en el que falleció el agosto de 2o14. En su historial se incluía el alcoholismo y la esquizofrenia, entre otras enajenaciones mentales. La primera vez que estuvo internado empezó a cometer delitos y de ahí, cayó en picado. Robos, espiar a parejas en sus casas mientras se masturbaba, violaciones…
Su modus operandi era estremecedor. Solía decapitar y quemar a sus víctimas para quemar el rastro; a algunos incluso les sacaba las vísceras o el corazón además de coartarles las yemas de los dedos. También profanaba tumbas para practicar la necrofilia.
El día que la policía le detuvo, sus declaraciones fueron escalofriantes: «Lo maté. Estuvimos bebiendo en el parque al lado del cementerio y tomando pastillas. Me las pedía el cuerpo para poder hablar mejor. Luego le dije dónde íbamos a dormir y en el cementerio sentí las fuerzas, me daba impulsos, cogí una piedra y le di en la cabeza, le quemé con periódicos y luego me fui a dormir al coche y al día siguiente al hospital. Ahora me siento con la mente en blanco, como si estuviera muerto».