Ahí abajo duermo, como, leo, escucho música y si es juernes, hasta voy al baño. Nunca llega el sol, huele a humanidad y tiene una fauna peculiar, pero mentiría si no dijera que mi segunda casa se encuentra bajo la superficie ¿Que si me agobio? Estoy más que acostumbrada a la humedad y la luz artificial. Quizá penséis que soy una rarita, o familiar del geólogo loco de la película Atlantis pero conmigo viven muchas, muchísimas personas. Es lo que tiene el Metro de Madrid.
La publicidad dice que “vuela”, se nota que la han hecho personas que nunca han estado bajo tierra. A las horas puntas se desplaza a trompicones, como esas señoras molestas que ocupan la acera y no dejan avanzar. Al llegar a la estación, las puertas se abren y eso se convierte en los Juegos del Asiento, pues hay empujones y hasta pellizcos para sentarse. Da igual que tengas el culo cuadrado de la silla de la oficina, hay que reposar y si es en una esquina, donde encima puedes apoyar la cabeza, mejor.
Los compañeros de viaje siempre cambian, menos esa persona a la que tienes fichada y nunca hablas. No es por miedo, es porque raro es el día que no te enamores a primera vista. Justo cuando el juego de miraditas no puede ponerse más interesante, se baja en Atocha y le sustituyen unos músicos extranjeros que más que tocar el acordeón, lo torturan. Tienen la habilidad de colocarse justo a tu lado el día que tienes resaca, migrañas o simplemente estás de mal humor.
Más molestos que estos “músicos” son las discotecas con patas. Que sí, sabéis a qué me refiero, a adolescentes en chándal y gorra que creen que al resto de pasajeros les gusta tanto el reggaeton como a ellos. Nos quejamos de su ruido pero aún no he conocido al valiente que les invite a comprarse unos cascos y no molestar.
Por mucho que el altavoz nos avise de que “al salir tengan cuidado para no introducir el pie entre coche y andén”, todos nos hemos quedado atascados, incluso conozco unos cuantos casos de lesiones en el andén de Sol (perdón, Vodafone-Sol).
Cada línea es un mundo. La 1, por cierto, huele a sobaco y está llena de carteristas y la 10, se avería cada dos por tres. Lo peor que pueden decirnos es que faltan más de 7 minutos para el próximo o, peor, que un señor borde anuncie que no admite viajeros.
Pero…¿Sabéis qué? Vivo bajo tierra y me encanta; porque el día que consigo sentarme en la esquina, hablo con el chaval de la cazadora a cuadros, se cruzan en mi camino artistas subterráneos (de los de verdad) y al tren le queda 1 minuto para “efectuar su entrada en la estación”; ese día, lo paso con una sonrisa de oreja a oreja.