El primer restaurante chino abierto en Madrid se vuelve a presentar en sociedad con local y carta renovada ante el boom de los «restaurantes chinos auténticos».
Las veces que he intentado llevar a mi abuela a un restaurante chino en el que no sirvieran pollo con almendras, pollo con champiñones o arroz tres delicias, su era el signo más evidente de su decepción. A ella le gusta más «el chino de verdad», el que traía a domicilio hace 20 años un mandarín petardeando en una Typhoon. A mi madre, sin embargo, cuando la llevo a comer a un chino de esos «donde van los chinos», lo que le apetece es un bocadillo de boquerones en vinagre.
La comunidad china residente en España que decidió lanzarse al abismo de la hostelería allá por el tardofranquismo comprendió fácilmente que iban a llenar pocas mesas sirviendo ensalada de medusa o niveles de picante ajenos al paladar ibérico. Había que inventarse algo y fue así como nació esa suerte de comida chifa a la española, cargada de soja, glucamato (que parece no ser tan malo como se pintaba) y falsos mitos sobre gatos y ratas a la cazuela.
Antonio Dyaz decía en Yorokobu que la comida china marcó la Transición española, liderando la avanzadilla culinaria de la apertura de mi querida España, esta España mía, esta España nuestra. Dicen que el primer restaurante chino de España se abrió en Barcelona en 1958: el Gran Dragón. En Madrid, el primero fue el Buda Feliz en 1974, que hace poco renovó su carta y su local, y allí que fuimos.
Allí, junto a su ventanal de la planta de arriba con vistas a Callao, empezamos el festín con sus gambas rebozadas con melón, una delicia que felizmente sustituiría para siempre por el castizo melón con jamón. Seguimos con unos deliciosos tacos grandes de tofu servidos con salsa agripicante, sus xialongbao relleno de carne y verduras, sus rollitos rellenos de arroz y verduras, y las clásicas gyozas de carne y gambas. No podíamos acabar el festín sin probar el clásico pato laqueado, una de esas pocas cosas que los restaurantes chino-españoles parecen haber tenido en su carta desde sus inicios. O al menos una versión adulterada.
No soy persona de pedir postre en los restaurantes chinos. Suelen decepcionarme después del espectáculo previo. Aun así probamos un par de ellos, que estaban correctos, pero hágannos caso e inviertan el dinero del postre en un entrante extra. Yo lo haría.
El Buda Feliz se ha transformado en uno de esos restaurantes asiáticos que combinan lo auténtico (o eso creemos quienes jamás hemos pisado China) y la popularmente llamada «cocina elaborada», más elitista. Comer en el Buda Feliz es un placer, de eso no hay duda, pero desde luego no esperéis el precio del chino de tu barrio o el del subterráneo de plaza de España.