La noche del 13 de marzo de 2020 tenía que haber sonado la música en El Candela, pero ni los bailaores Iván Gallego y Noelia Casas Hevia ni ninguno de los artistas que tenía previsto actuar aquella noche lo hizo. El mensaje con el que lo anunciaron entonces desde el local aún se puede leer en su perfil de Facebook: «Conscientes de la emergencia social y con el deseo de que no se siga propagando este mal que está afectando a tantas regiones, #Candela ha determinado suspender todos los espectáculos hasta nuevo aviso«.
El esperado aviso finalmente llegó a principios de 2022, pero no para anunciar una reapertura, sino su cierre, en el año en el que habría cumplido 40 años. Por primera vez desde que abriera sus puertas, esta taberna flamenca se quedaba vacía y en silencio.
Octavio Aguilera, que ha administrado el local durante los últimos 14 años –desde que su hermano Miguel, el fundador, falleció–, explica que el cierre se debe a un asunto de herencias: «Cuando Miguel murió me dejó en el testamento como administrador de los bienes de mi sobrina Gloria, su hija, que actualmente vive en Ámsterdam con su madre. Al cumplir los 16 años, el código civil permite solicitar la emancipación y operar como mayor de edad, y así lo ha hecho». Matiza, sin embargo, que es una decisión que no parte de Gloria, sino de su madre, «que llevaba años deseando tomar la herencia».
En esas circunstancias el local se ha vendido y los siete trabajadores en plantilla –que llevaban todo este tiempo en ERTE y entre los que se encontraban dos hermanos de Octavio– han perdido el empleo. «Si bien ha sido un despido pactado, es decir, hicimos un acto de conciliación el pasado mes de diciembre y no ha habido necesidad de llegar a juicio«, señala el que hasta hace poco ha sido el administrador del Candela.
El futuro del que fuera el templo flamenco más importante de Madrid es, ahora, incierto: «La pregunta que me has hecho se la he hecho yo a los abogados, y lo único que sé es que lo ha comprado un inversor y que en el precio no estaba solo el local, sino también la marca, que había registrado mi hermano. Es posible que los nuevos propietarios la utilicen por ser un nombre muy conocido y tener tirón, pero lo abran como lo abran evidentemente no va a ser lo mismo, la esencia del local era única. La esencia del Candela era mi hermano Miguel.»
Fue precisamente él, Miguel Aguilera Fernández –conocido como Miguelito Candela–, quien en 1982 transformó el edificio de la calle del Olmo esquina calle del Olivar en el epicentro de lo que se acabó denominando el Nuevo Flamenco, una revolución de la que este lugar no solo fue testigo, sino también –sobre todo– catalizador.
La cueva donde se escondía ‘el duende’
Esta revolución tuvo por escenario una cueva: una especie de reducto secreto, clandestino, de paredes de cal e iluminado por una bombilla que colgaba del techo, al que solo se accedía si se contaba con la aprobación de Miguel: era precisamente allí abajo donde se producía la verdadera magia de las noches del Candela.
La cueva era el lugar donde tanto aficionados al género como artistas flamencos de la talla de Enrique Morente, Paco de Lucía, Camarón, Tomatito, los Habichuela o Ketama se reunían y no solo tocaban: intercambiaban falsetas, ritmos… Y también, desde esa cueva de paredes blancas de cal, proyectaron el flamenco hacia el futuro mezclándolo con otras músicas como el blues, la salsa, el funk o el jazz.
Para el escritor Montero Glez, amigo de Miguel y asiduo al Candela –»mi primera casa, ese local de Lavapiés al que llegué un día por casualidad y ya me quedé»–, la flamenca fue una revolución legítima porque nació desde abajo. «A diferencia de lo que se llamó La Movida, esta era una explosión legítima porque venía de la calle, era un discurso elaborado desde abajo. No venía dirigida por ninguna institución, discográfica o industria, no venía mercantilizada», explica.
Ese origen, dice Montero al otro lado del teléfono, era precisamente lo que lo hacía diferente. «Miguel era un tipo muy puro, muy auténtico, de puertas abiertas. Un chaval de barrio con mucha conciencia social. En alguna ocasión le ofrecieron pasta para grabar lo que ocurría allí abajo para comercializarlo, pero él siempre se negó. Nunca quiso comercializar su bar, era una casa, un hogar: que el duende quede ahí, y quien esté que se lo lleve en la memoria. Esa falta de pretensiones más allá de ser un lugar de encuentro fue lo que le llevó a ser tan grande y traspasar las fronteras de la hostelería y de cualquier otro proyecto flamenco», concluye.
El Candela después de Miguel
Que Miguel convirtió El Candela en casa y refugio es algo en lo que coincide Octavio y un sentir compartido por todos los que alguna vez pasaron por allí. Por eso cuando murió, en marzo de 2008, poco a poco muchas de las grandes figuras que habían protagonizado sus noches dejaron de ir. «No es que los haya echado, es que ellos venían a ver a Miguel», cuenta su hermano.
Octavio cogió entonces las riendas del negocio y le dio un giro: empezó a programar ciclos de actuaciones flamencas e instaló un tablao que no había hasta ese momento. El local, con una licencia que les permitía abrir hasta las 6 de la mañana, era el destino de muchos noctámbulos que peregrinaban desde los locales aledaños, que cerraban a las 3 de la madrugada.
Y siguió siéndolo, también, de muchos artistas de calado, tanto nacionales como internacionales: «Mi hermano era muy gracioso y decía mucho una frase que era que El Candela parecía la ONU, porque venía gente de todas las nacionalidades«, recuerda entre risas.
Octavio hace hincapié en que en El Candela no había sitio para «el turisteo»: nada de tour operadores, agencias de viajes o autobuses llenos de turistas a los que «darles un sablazo». «Por eso venían los flamencos, porque aquí encontraban autenticidad y calidad. En otros tablaos les ponían cuatro pases y acababan exhaustos porque tenían que actuar para oleadas de turistas, y eso no ocurría en El Candela. Aquí venían a gusto porque sabían que no iban a ser explotados y lo daban todo. Había tortas para actuar», explica.
La luz del Candela
Cuenta Montero Glez que el pintor Miquel Barceló pasaba por El Candela cada vez que venía a Madrid. En una ocasión, sobre las ocho de la mañana, dijo que se tenía que ir a los juzgados de plaza de Castilla. «Entonces todos los gitanos y la gente que estaba allí empezó a preguntar «¿A los juzgados, Miquel? ¿Pero qué ha pasao?». Él intentó explicar que le habían falsificado unos cuadros y que tenía que ir a declarar, pero se corrió la voz por todo El Candela y cuando Miquel se fue, detrás le siguió una caravana de taxis: todos los flamencos empezaron a llegar a plaza de Castilla para acompañarle porque creían que le iban a detener. Una movida de cojones, imagínate. Y Miquel intentando explicar que no, que no pasaba nada. Pero ellos seguían «¡Que no te preocupes, Miquel, que por mis muertos que a ti no te llevan preso!».
Este es solo uno de tantos recuerdos que conserva de los años que pasó allí y, aunque lo que más ha trascendido fueron las noches en la cueva, para el escritor uno de los momentos más especiales eran las tardes. «Era cuando abría el bar y Miguel estaba con su madre, Gloria. Yo llegaba a esas horas y recuerdo que en primavera y verano entraba por unos ventanales muy amplios esa luz velazqueña de Madrid. Nos sentábamos en una de las mesas de la ventana y jugábamos al ajedrez. Él era un ajedrecista muy bueno, de intuición». Después de una pausa, añade: «Ha sido una escuela, para mí no ha sido otra cosa. De las deudas que tengo con la vida, una de las más grandes es con El Candela«, concluye.
Miguel decía mucho la frase «Nada es eterno», que no era solo su manera de echar diplomáticamente a la gente del local, sino también un tema de Camarón que ponía continuamente en el bar. Montero se enteró de su muerte la misma noche que recogía el Premio Azorín, el primero de su carrera.
«Hacía años que me había ido de Madrid pero la amistad siempre estuvo ahí, como un hilo que une en la distancia. Esa noche sentí que se rompía un poco, y cuando me enteré del cierre sentí que lo que quedaba de ese hilo se rompía para siempre». Su siguiente novela, «Pistola y cuchillo», se la dedicó a él: «A Miguel Candela, por la memoria«.
Al final de la conversación queda suspendido en el aire lo que escribió Miguel Delibes: «Las cosas podrían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así«. Quedarán la música, los recuerdos, las noches eternas en la cueva y las partidas de ajedrez junto a los ventanales. Pero también –quizá más presentes ahora, como una herida abierta–, las que quedaron por jugar.