El tomate, podría decirse, es el termómetro perfecto de la prostitución a la que han sido sometidos algunos alimentos procedentes del agro. El termómetro y el ejemplo paradigmático. Es muy común escuchar de la boca de los puristas y anti transgénicos aquello de “los tomates ya no saben como antes” (lo cual es relativamente lógico: si comemos tomates de supermercado en pleno febrero, es difícil que algo que no existía antes sepa como antes). Es común, también, la sorpresa, el entusiasmo y la felicidad superlativa que se experimenta cuando un tomate sabe como tiene que saber.
Al respecto, hablamos con expertos, con gente que trata el producto día a día y nos dicen: “los supermercados y los restaurantes compran el tomate verde y lo hacen madurar dentro de una nevera en la que pierde muchísimos sabores. Por eso a la gente le cuesta encontrar un tomate que sepa bien: es bonito y es rojito y no tiene imperfecciones, pero cuando lo partes, solo tiene agua”, la autoría de estas palabras le pertenece Laura, codueña de El colmado del tomate.
El colmado del tomate, que está en la calle Santa Bárbara, 8 (Malasaña) es, como el mismo nombre indica, una tienda exclusivamente dedicada a la venta de tomate. O al menos lo era en su concepción. Ahora —e, insistimos, tras solo un mes— por petición expresa de los vecinos también tienen alcachofa, lechuga viva o níscalos.
“Nosotros nos queríamos focalizar en el tomate, pero vemos cómo los clientes nos elogian por cómo tratamos el producto (yo, como buen navarrico, lo trato bien) y la gente flipa y nos piden que busquemos alguna cosica más como castaña de pueblo”, nos dice Ígor, el otro artífice de que los vecinos de Malasaña tengan acceso a un producto casi olvidado en el barrio.
Sobre el impacto en Malasaña, Laura dice que “el barrio nos ha recibido muy, muy, muy bien. Aquí vienen muchos señores mayores que agradecen que tengamos productos buenos y un buen trato. Cuando la gente entra se suelta recuerda a los abuelos, a sus padres” y remata Ígor Lorenzo “eso es la hostia. Para mí es un premio, lo máximo”.
El colmado del tomate, además de tienda, es un centro de maduración —una mesa rebosa de tomates rosas de Barbastro en distintos estados de maduración— y un punto de distribución. A los 5 minutos de llegar al local para hablar con Laura y con Ígor, entra en el local el trabajador de un restaurante para llevarse 3kg de tomate mar azul.
A medida que la conversación avanza, reparamos en que tanto Ígor como Laura —igual que aquel personaje de Amanece que no es poco— lo que sienten por el tomate es auténtica devoción. Cuidan el tomate como un huevo de Fabergé y el cruce de palabras con ellos convalida por una asignatura de ingeniería agrícola: hablan de la maduración de dentro hacia afuera —“por dentro empieza a madurar, coge el azúcar, la tierra, el agua y la luz y coge el sabor y luego la parte de fuera es la última en coger el sabor”—; de las variedades que pueden tener en invierno; de la calidad de los tomates de los negocios vecinos; de un tomate de sabor multidimensional que nace en Valencia fruto de una semilla japonesa; de otro tomate que tuvieron que pesaba 1,700kg…
Su voluntad, por otro lado, no es la de crear un negocio con una vocación económica galopante. La idea es la de crear un negocio que se integre en la vida del barrio: las catas en El colmado del tomate son la nota común. Ante la indecisión, una muestra para conocer el producto; ante la gentrificación, negocios especializados que responden a una pérdida de esencia; ante la proliferación indigna de Carrefour Express, El colmado del tomate.