En junio del año pasado y tras pasar el primer confinamiento en un interior carcelario, mi pareja y yo decidimos cambiarnos de casa. Para conservar nuestra privacidad diré que nos mudamos de un cuarto piso sin ascensor (el piso más alto del bloque) sito en una calle con nombre extraído del santoral a otro cuarto piso sin ascensor (el piso más alto del bloque) sito en una calle con nombre de dramaturgo.
Pongamos que nos mudamos en junio y que la primera vez que la vimos tuvo lugar el mismo mes.
Érame yo en la planta baja y Elena en la de arriba cuando ella prorrumpió en gritos. Firuláis (nombre con el que los mexicanos a veces bautizan a sus perros y que viene de una mala traducción: “free of lice” –libre de pulgas–, es el nombre que le pusimos meses más tarde) se asomó por la escotilla de la habitación de arriba y huyó como un animal doméstico huye cuando es sabedor de haber provocado terror (o algo parecido) en el humano con el que ha interactuado.
Pasaron varios meses sin que Firuláis nos visitara, pero yo seguía contando la anécdota porque a mí una anécdota que me ocurre en 2015 me saca de un apuro en 2021. Y cuando la contaba a veces la reforzaba con un añadido (real y) sincrónico: casi en el mismo momento en que Firuláis nos visitaba por primera vez, otro gato (que no es Firuláis, que no es un apodo y que no es el de mis padres –Elton–) asustaba a mi madre a 500km de Madrid.
Diría que Firuláis (mi amiga Bea dice que le llamemos Oscuridad, como la gata de la novela de Alejandro Zambra, pero Firuláis no es negra) no nos volvió a visitar en 2020 o al menos yo no recuerdo ninguna otra visita de la gata y ya dicen Natti Natasha y Thalia que la perdurabilidad y la certeza de un hecho dependen de su recuerdo.
Tampoco puedo fechar exactamente la siguiente visita, pero diría que fue hace poco más de un mes. Veíamos una película o una serie, era domingo o sábado por la tarde y yo me había quedado total o parcialmente dormido. Nuevo grito de Elena, que (al revés de lo que ocurre con los fuegos artificiales) escuchó a Firuláis antes de verla.
Si fuese poeta o supersticioso, ese hubiera sido un buen momento para empezar a pensar en augurios, para estudiar a fondo la mitología japonesa y saber qué quieren los gatos ajenos cuando te visitan o directamente para dedicarle unos haikus a la gata. Por supuesto que no hice nada de lo que sugiero (tampoco soy Sánchez Dragó) y salvo decírselo a todo mi entorno, no hice nada que no fuera seguir con mi vida. Lo cierto es que la inacción funcionó y la frecuencia de las visitas de la gata se intensificó. Firuláis venía al día más veces de las que soy capaz de recordar. Entraba en casa, pero no con sigilo: entraba y maullaba y se hacía notar.
(Bien podría usar el presente para relatar esta historia porque los hechos referidos se remontan en gran parte a la semana pasada o a la anterior. Uso el pretérito imperfecto porque me encaja para darle empaque a la historia, pero Firuláis no ha muerto).
Lo que no se sabe (qué buen título para una película) y me reservo para el final es que nosotros vivimos con Cipo, un perro de unos once años, cinco kilos, mil leches y cada vez menos dientes. Creía haber visto suficientes videos de TikTok como para saber que estas historias acaban con una relación casi como de capibaras con cualquier otro animal, que desmontan las connotaciones negativas de “como perro y el gato”.
Pero si hay algo que no se puede tener en esta vida son expectativas y la relación entre Cipo y Firuláis no funciona. Así que ayer inmediatamente después de comer (fideuá, por cierto), Elena escribió una nota “Esta gatita viene a vernos todos los días. Tenemos un perro y cuando no estamos en casa nos da miedo que pueda pasar algo. P.D: Nos encantan sus visitas, es muy cariñosa”. Luego yo se la até al cuello mediante un cordel.
Por supuesto que habíamos pensado en esa carta como en un brindis al sol, no sabíamos que la gata era una paloma mensajera, una mula, la plataforma de un Whatsapp comunitario (como lo definió el novio de Lucía). Cuál no sería nuestra sorpresa cuando vino a la noche con un nuevo papel colgando del cuello. Pulsaciones a ritmos insospechados, manos temblando y la serie en pausa.
Abrimos el nuevo folio como quien abre una carta de admisión o una prueba en un escape room. Los vecinos de los áticos colindantes habían escrito sus notas: “A mí me tiene enamorada. Si alguna vez necesitas que alguien se quede con ella, contad conmigo” o “La gatita se pasa mucho tiempo en nuestra terraza. Es una gata muy buena y cariñosa, nosotros tenemos 2 gatos y se llevan muy bien”. Cada una de las notas iba acompañada de la dirección exacta y en ocasiones de un número de teléfono.
Me sobran referencias de cultura pop para saber que esto le ha pasado antes a alguien: le pasó a la familia de los Simpsons cuando el gato, Bola de nieve 2, engordó inmisericordemente porque otra familia le daba de comer pensando que era de su propiedad. Y les pasó a los vecinos de Aquí no hay quien viva cuando Kevin (así le llamó Paloma Cuesta aka Loles León) apareció en un canasto enfrente del portal de Desengaño, 21 y le cuidaron entre todos los vecinos.
Que haya decidido escribir sobre Firuláis en este punto de la historia no significa que haya acabado aquí, quizás solo significa que soy demasiado vago para tener un diario y quiero dejar constancia de los hechos. Me niego a pensar que la historia haya acabado aquí, pero ya he dicho antes que si hay algo de lo que prescindir ese algo son las expectativas. Tengo que reconocer, no obstante, cierto sentimiento de culpabilidad. ¿Y si los dueños de la gata, alentados por la primera nota (ese fragmento en el que dejamos a la libre interpretación la identidad de nuestro perro y bien podría ser un presa canario con aversión a los gatos), deciden cerrar (tapiar, incluso) todas las ventanas de su casa?, ¿y si Firuláis no fuera de nadie y se hubiera criado en los tejados?, ¿y si hubiera colonias de gatos en los tejados de Madrid y fuese (un poco a la manera de Ernesto Sábato) un secreto conservado per secula seculorum entre los habitantes de los áticos madrileños?