
Toda ciudad es por definición una suma fallida de proyectos. Como una novela escrita por cientos de personas: con ideas que empiezan y que quedan inconclusas o que son borradas por quienes vienen después. Un pastiche. Y como tesela de ese mosaico que son los proyectos urbanísticos hay uno en Madrid del que solo queda el 10% y que cada vez se vindica con más fuerza. Hablamos del Madrid Moderno.
Un balcón de madera se prolonga sobre la parte de arriba de la entrada y unas finas columnas de hierro impiden que se caiga. No hay nada que se le parezca en ningún otro sitio de Madrid y aunque no sea el elemento que te hace saber que estás entrando en el Madrid Moderno, sí que es quizás la cuestión más llamativa.
El elemento que te recibe, por cierto, es un torreón de estilo neomudéjar que recuerda al de las Casas de las Bolas (Alcalá, 145). Esta posible epifanía no es casual ni cosa de la imaginación de uno: Julián Marín, arquitecto de la Casa de las Bolas, es autor también de la primera fase de la Colonia de Madrid Moderno.
Lo de las fases de construcción de Madrid Moderno sirven como recordatorio de que los pelotazos inmobiliarios, las irregularidades burocráticas y los chanchullos urbanísticos no son cosa de la España contemporánea. Por decirlo rápido: el Partido Liberal (finales de siglo XIX) no otorgó licencia para la construcción de estas casas, pero sí que permitió hacerlas. Luego llegó el Partido Conservador y bloqueó las obras durante una temporada. Se pagaron unas multas y todo siguió –aunque pasando, eso sí, por las manos de tres arquitectos diferentes.
Esta última circunstancia evoca aquello de que las catedrales no se circunscriben a un estilo arquitectónico porque son muchas las personas que mellan en ella y son también muchos los años –en este caso entre 1890 y 1906– que pasan desde que empieza a construirse hasta que está finalizada. En el Madrid Moderno las ideas del primer arquitecto –Julián Marín– tuvieron libre continuidad en el criterio del segundo –Mauricio Martínez Calonge– y del tercero –Valentín Roca Carbonell.
Quizás fruto de ello, las opiniones sobre el valor estético de la zona fueron cuanto menos polémicas. El pulso de la época lo midió el poeta José Martínez Ruiz “Azorín”, que se ensañó con la zona: “todo chillón, pequeño, presuntuoso, procaz, frágil, de un mal gusto agresivo, de una vanidad cacareante, propia de un pueblo de tenderos y burócratas”.
Huelga decir que esta zona era en los años de su construcción pura periferia. Afueras de Madrid y consecuentemente no una zona necesariamente deseada. No en vano, las casas –y hotelitos– a priori estaban dirigidas a clases menos pudientes y la idea era hacer casas amplias, de dos pisos, con sótano, jardín y patio.
Las casas fueron derribándose durante los años 70 mientras algunos de los vecinos se posicionaban en contra de este destrozo. Ahora –se construyeron un centenar de casitas modernistas– apenas quedan una decena de casas en pie y están distribuidas entre la calle Castelar y la calle Roma. En una visita rápida a Idealista, el portal de compraventa de viviendas, uno se encuentra con una sola casa en la zona. ¿Su precio? Más de 700 mil euros. La casa está completamente destrozada y su coste funciona como epítome de una situación inmobiliaria dramática en toda la ciudad y también en una zona que recuerda lo que podría haber sido o lo que podría ser y que sin embargo muestra lo que realmente es: un recuerdo mínimo, apenas un testimonio.