No tienes por qué seguir esforzándote en fingir. Sabemos que tu pasión repentina por el pueblo se debe a dos factores:
1. Tu bolsillo
2. Tu tendencia a la imitación social (tranquilo, no estás solo en esto).
Irse al pueblo, o a la sierra, o a la montaña, o a la casita rural, siempre fue más barato, ley de oferta y demanda, economía para dummies. Pero si además de ser más barato llevas unos años viendo a tus amigos modernos envejecer queriendo ir a hacer trekking y subiendo fotos de sitios muy verdes y gente con sudadera en agosto, lo normal es que acabes queriendo lo mismo. Mi madre lo llama el síndrome «culo veo, culo quiero».
No es tu culpa, es el mundo que te ha hecho así, rebelde, como a Jeanette.
Es normal que quieras ir a contracorriente (o al menos sentirte como si tal cosa) yéndote a la montaña cuando tus amigos se hacen fotos en una playa de Cádiz. Por eso te traemos esta miniguía, para hacer de tus vacaciones en el pueblo tan auténticas como tus poses de Instagram.
No pidas WIFI en el bar de la plaza del pueblo. Quizá no tengan. Sabemos que el almuerzo no sabe igual hasta que te haces la foto de rigor. Tendrás que echarle más sal. O quizá sí tengan WIFI pero no les apetezca compartirlo contigo.
Ve afilando tus armas dialécticas. Tendrás que estar preparado para la ralea de comentarios entre lo majete, lo socarrón y lo hiriente a los que vas a enfrentarte. La vida en el pueblo te dota de unos mecanismos adaptativos específicos que en la gran ciudad se han reducido a no quedarte ciego después de mirar una pantalla 15 horas al día. El urbanita puede pretender, pero nunca conseguirá camuflarse en un hábitat tan distinto al suyo. Lo mejor es que abras la boca lo menos posible. Hace poco escuché a un tabernero zanjar el debate diligentemente: «¿La clave del WIFI? ¿Pero no pillas conexión satélite con esa gorra?»
Repetimos: no es tu culpa. La culpa es de Sean Penn y Hacia rutas salvajes. Así empezó este neorruralismo que hoy sigue cobrándose víctimas.
Si quieres aparentar estar en tu ambiente y camuflarte, ser como uno más, procura no excitarte demasiado con cosas que el autóctono ve varias veces al día. Contrólate cuando veas niños correteando calle abajo sin supervisión, señoras con rulos llamando a la puerta de la vecina, hormigas del tamaño de camiones de congelados o lo que te ha costado ponerte ciego de comer. Emocionarte más de lo normal con estas simplezas a las que no estás acostumbrado hará que se descubra el pastel de tu impostura. Actúa con normalidad. Como si esto fuera tu pan de cada día.
Asegúrate de mencionar al menos en una ocasión lo mucho que te gusta pasar el verano con ropa de entretiempo -¡oh, entretiempo, bendito marketing y sus neologismos!-, porque claro, ¿quién no está loco por mudarse a Oslo y huir de este insufrible clima mediterráneo? También te servirá para granjearte la complicidad de los extraños hacer hincapié en lo satisfecho que estás de no haberte quedado en Madrid, a pesar de ser de sobra conocido que «da gusto pasear por sus calles en agosto».
En cualquier caso, no me malinterpreten. Esto no es un alegato en favor de la vida rural. Tampoco en favor de la gran ciudad. Es solo la constatación de un hecho: «el campo está de moda», como dice Julia Rothman en su libro La vida en el campo, y este artículo solo es un dedo en la llaga del exhibicionismo de lo trendy.