Bien pensado, Madrid —cualquier gran ciudad, realmente— representa muy bien una readaptación de la paradoja del filósofo: nunca visitas la misma ciudad dos veces. Nunca visitas Madrid dos veces. Eso se ve muy bien en algún libro de Muñoz Molina, pero si sigo tirando de este hilo pecaría de pedante y ya se sabe que en la vida se puede ser cualquier cosa menos un coñazo. Digo: nunca visitas Madrid dos veces. Un ejemplo tonto y céntrico podría ser la ciudad que vio un visitante anónimo en 2014 y la que vería ese mismo turista en 2019. Más preciso: si soltamos a ese visitante como si fuera un Sim en plena puerta del Sol se encontraría con cambios relativos a la propiedad de negocios, pero sobre todo (si tiene buena memoria) se sorprendería con la peatonalización de Carretas. La calle ha sido peatonalizada, pero antes ha habido algo más importante: antes ha habido obras.
Si venimos de aplaudir el caos de Joker no podemos ser hipócritas y no celebrar el cambio de ruta de los autobuses, el redireccionamiento de las calles, las pasarelas sobre el asfalto y todo el quilombo que desencadena una obra importante. Porque una cosa es clara: una obra, en el caso de que sea de procedencia municipal, se ejecuta en pos del bien común. Y no hay nada más revolucionario que el bien común. La obra es nuestra revolución mínima; la metáfora perfecta del cambio radical. La obra es patrimonio urbano efímero de la ciudad.
Digo más: las obras, como la muerte, nos igualan a todos los seres humanos. No importa el género, el estatus social ni el país de origen: los ricos también sufren las obras. Las obras no le escapan a nadie porque son contingentes. No importan los títulos nobiliarios que tengas si la alcaldía ha decidido levantar toda la acera del portal de tu casa. Te la mamas, como diría mi amigo canario.
Pablo Arboleda, defensor del toldo verde como elemento clave en el patrimonio nacional, dice lo siguiente: “nos dicen que somos ese castillo, esa catedral o ese palacio. Pero alzamos la mirada y no vemos ningún castillo, ninguna catedral, ni ningún palacio”. Algo parecido pasa con las obras: no vemos lo que sale en los libros de historia, vemos obras. Obras por doquier. Piense el lector en la obra municipal más cercana a su casa, en la que le entorpece el camino al trabajo.
Las obras, además, nos hablan del pasado de la ciudad: son reveladoras, son el periodismo de investigación urbano, el cuarto poder de la historia. Las obras airean el pasado de las ciudades. Es gracioso, de hecho, que en algunas ciudades como Zaragoza no se hagan más obras de según qué tipo porque, mire usted, no vaya a ser que nos encontremos con otro foro romano y tengamos que poner patas arriba la ciudad. Toda esa Caesaraugusta aquí abajo y nosotros moviéndonos en tranvía porque, como en Futurama, una protoZaragoza duerme bajo nosotros.
Pero esto no es Zaragoza Secreta; es Madrid Secreto. Y sobre nuestra ciudad, dijo Danny de Vito, muy fino, en un alarde de genialidad y en una frase que rescato siempre que voy en taxi y nos coge de por medio una obra, que: “Madrid es una ciudad preciosa, pero espero que encuentren pronto el tesoro”. Y seguimos buscando el tesoro sin darnos cuenta de que lo importante no es la caída. Lo importante, ya lo dicen en La Haine, es el aterrizaje.