¡Bendita independencia! Cuántos buenos momentos te da. A pesar de que pases los días llamando a tu madre para preguntar en qué programa pones la lavadora o cuánto tienes que dejar la sopa en el fuego, la vida fuera del hogar te ha abierto las puertas de la libertad. Tanto, que hace tiempo que para ti el toque de queda es un after y las resacas las pasas en la penumbra con la única compañía de un Paracetamol y comida basura.
Hasta que regresas al pueblo.
Aaaay los pueblos, cuántos momentos nos proporcionan para futuras anécdotas de vejez. Tanto si naciste en uno como si has sido invitado y quieres parecer un aldeano más, sobrevivir a una resaca de provincias es más duro de lo que parece.
Para empezar, recuerda que España entera está en época de fiestas por excelencia. Las peñas, las casetas y hasta la abuela de tu primo te incitarán a probar el alcohol. Empezarás con la cervecita, seguirás con la bebida típica de la zona y de ahí a acabar bailando Paquito el Chocolatero no sabrás que ha pasado. Hasta ahí, todo risas y fotos sin sentido subidas a todas tus redes.
Probablemente vuelvas a casa al amanecer y te rías al creer que disimulas tu estado ebrio ante las vecinas que comienzan a barrer las puertas de sus casas. Llegas a casa y te metes al sobre hasta que resucites al tercer día.
Eeeeeeerror. Al llegar a casa: ¡churros! Y tú los atacas como si no hubiera mañana. Aquí viene el primer consejo de supervivencia: lleva contigo algún protector de estómago, te va a hacer falta casi desde el primer bocado (ya estoy notando el aceite caer por mi garganta solo de imaginarlo).
Venga, que parece que no te ha sentado mal eso de ingerir algo sólido… ¡A dormir! O no. Tamborrada, charanga o el coche con megáfono que anuncia los cabezudos de la tarde. ¡¡TAPONES DE LOS OÍDOS!! Acabas de recordar justo dónde los olvidaste. Si no eres de los que se duermen en cualquier parte, suerte…
Parece que por fin logras dormirte, ¡qué paz! Pero de repente abres los ojos y te levantas con esa sensación que te hace sentir que solo has dormido un par de horas. No es una sensación, es la realidad. Las fiestas suelen celebrarse en honor a un santo o a una virgen y sin ninguna duda, algún miembro (o varios) de tu familia, se llaman como tal, así que toca celebrarlo (comiendo y bebiendo, por supuesto).
Ahí llega la verdadera prueba de fuego. Las resacas de los pueblos rara vez se combaten refugiado en casa, por lo que pégate una buena ducha de agua fría (suena a tópico, pero funciona) y empieza tu ingesta desmesurada de agua lo antes posible.
Llega la comida familiar. Analiza toda la estampa para evitar:
- Sentarte cerca del sector infantil. Gritan. Mucho.
- Estar en frente del típico cuñado. Querrá llevar la razón en todo. Para ello pretenderá darte conversación.
- Tener al lado a la tía que cree que comes poco y hasta intenta alimentarte.
- Evitar cruzar la mirada con tus padres, que te la clavan porque saben perfectamente el estado en el que llegaste.
- Evitar el teléfono. ¿Acaso quieres recordar en ese momento todos los audios que mandaste la noche anterior?
En definitiva, quédate en una esquina, sonríe, asiente y espera a que llegue el momento del postre para huir. Aunque a esas alturas, te darás cuenta de que te empiezas a encontrar bien. No sabes si se trata del aire limpio del pueblo o de si el chorizo metido a presión por tu tía tiene poderes curativos, pero acabas de pedir que tu café con leche se convierta en carajillo.
¿Pedimos que vuelvan a tocar en la verbena la de Paquito?