Este texto es el segundo de una serie de columnas escritas por la autora de la newsletter Too Match en exclusiva para Madrid Secreto. Too Match es un diario de citas fracasadas. Una versión bollera de Sexo en Nueva York, pero en Madrid y, desafortunadamente, con menos sexo. Puedes suscribirte a su newsletter en este enlace.
Madrid en agosto no está tan mal. Casi nunca hay que hacer una hora de cola para sentarte en Argumosa, en el metro ponen el aire justo antes de desmayarte y hay playas del Mediterráneo con menos corrientes que el Paseo del Prado cuando llueve. La ciudad despierta cada mañana con la sinfonía de chicharras y comunidades de vecinos jugando a Masters de la reforma, y si no te importa terminar con quemaduras de tercer grado puedes pasear por lugares emblemáticos colonizados por turistas durante el resto del año. Pero lo mejor no es eso. Lo mejor de Madrid en agosto son, sin duda, las verbenas.
Las fiestas de agosto son ese momento del año en que los madrileños aprovechan que la ciudad está por fin vacía para concentrarse en un mismo sitio y así mantener la densidad de población de siempre. Como los ratoncillos en invierno, pero a cuarenta grados.
La primera vez que la vi, ella no me vio. Llevaba un vestido largo y negro salpicado de flores blancas, pendientes largos y media melena negra despeinada en rizos que apuntaban a todas direcciones: al cielo apagándose detrás de las hileras de guirnaldas y mantones que atravesaban la calle de balcón en balcón; al LIMONADA LA VOLUNTAD escrito en cartulina amarillo nuclear junto a un retrato de la Virgen de agosto; a la procesión de puertas tumbadas sobre borriquetas y cubiertas por manteles de hule; a las cajas de hojalata que primero guardaron galletas de mantequilla, luego carretes de hilo y ahora propinas; a la mano de una vecina dejando caer una moneda en la caja de hojalata; al vaso lleno en la otra, que entregaba a cambio y que en un error de cálculo chocaba contra el vestido, salpicando de tinto las flores blancas.
En el momento del incidente, la mayoría de los rizos me apuntaban a mí. Yo estaba detrás de ella en la cola para pedir y tuve que retroceder de un salto. Entonces no sabía que se llamaba W., que era italiana pero vivía en París y que había aprovechado las Olimpiadas para huir de la ciudad. Tal vez si le hubiera manchado yo el vestido habríamos llegado a intercambiar algo (un insulto, un número de teléfono). Pero W. dio media vuelta airada con su medallón de vino en el escote y se escurrió entre el gentío en busca de una servilleta.
Era la primera noche de la verbena de San Cayetano, santo al que se le reza en Ponzano y se le brinda en Lavapiés, y la ciudad parecía un pueblo. Por el aire sofocante con aroma a panceta, por las canciones de Mecano versión cumbia, pero principalmente porque había cuatro gatos: autónomos, peña sin apartamento en Torrevieja, peña que preferiría una muerte lenta al apartamento en Torrevieja, y guiris sudorosos preguntando cómo funcionan los abanicos mientras entendían el coste de oportunidad de un vuelo barato de Ryanair.
Era la primera noche de la verbena de San Cayetano, santo al que se le reza en Ponzano y se le brinda en Lavapiés
La primera vez que me vio, yo no la vi. Tuvo que ser a la altura de plaza de España. Acababa de salir de los cines Renoir de ver La Chimera y tal vez fue porque caminaba ausente; la mirada perdida atrás, todavía en la butaca, en la quimera que acababa de entrar en mí para despertar a la quimera que ya existía. Como si por mirar durante dos horas una historia que no era la mía pudiera recordar mi propia historia con la misma lucidez con que un olor rescata una ausencia. Vamos, que me acordé de mi ex.
Entonces, W. no sabía que me llamaba J., que llevaba tiempo vagando por Tinder un poco como quien entra en Leroy Merlín –con la urgencia de tener algo que arreglar y no saber bien cómo– y que por lo pronto había entrado a por un clavo nuevo que meterme dentro, cualquier cosa con tal de engañar al dolor para no buscar más de dónde sale, acaso por miedo a confirmar que solo de mí.
A W. me la encontré por Tinder días después de San Cayetano: cuatro fotos en el perfil y un “italiana deseando descubrir los secretos de Madrid”, como si a estas alturas en Madrid quedara algún secreto más allá de cómo lo hace La casa de las carcasas para mantener un local en Preciados. Ninguna se había animado a abrir conversación, así que W. aprovechó la coincidencia a la salida del cine para escribir un mensaje:
– ¡Creo que te he visto!
Quise alimentar al monstruo de la casualidad y contesté con entusiasmo que justo acababa de ver una película italiana (obviando con enorme astucia la parte en que me acordaba de mi ex). Preguntó cuál y se lo dije. Respondió que le había encantado, que adoraba todo lo que hacía Alice Rohrwacher y que por qué no íbamos juntas al cine de verano.
Al parecer, alguien le había hablado del Cine Doré y lo encontró carino. No quise quitarle la ilusión de turista ávida por conocer rincones carinos diciéndole que el cine de verano puede ser un buen plan de cita, pero acariciadas por la brisa oceánica a 500 kilómetros de Madrid. Así que acepté.
La primera vez que quedamos era la segunda vez que nos veíamos, y también la última tarde de W. Llegamos algo antes, lo justo para romper el hielo con una previa. Yo esperaba de pie, a la altura del Mercado de Antón Martín, cuando la vi bajando por Santa Isabel. Llevaba gafas oscuras de montura ovalada, una camisa de lino blanca que le resaltaba el moreno, pantalones vaporosos del mismo tono y sandalias Birkenstock de ante. Cuando llegó frente a mí, se subió las gafas y me dio un breve abrazo. Tenía los ojos grandes y almendrados del color de la tierra mojada, era un poco más alta que yo, y cada poco tiempo sacudía la cabeza, haciendo oscilar en todas direcciones los rizos que ya conocía.
La terraza frente al mercado había sido invadida por un grupo de tote bags con frases desternillantes que solo entiende quien frecuenta Tipos infames, bigotes chevron y gorras desteñidas haciendo tiempo, así que entramos al bar Benteveo y pedimos un par de tercios.
W. había nacido en el sur de Italia, pero vivía en París y, como todo el mundo en París, había decidido aprovechar los Juegos Olímpicos para escapar y sacarse unos dineros alquilando su piso. Me contó que curraba en una cafetería de Montmartre y que por favor no dijera lo que todo el mundo decía cuando contaba que curraba en una cafetería de Montmartre, así que me limité a poner media sonrisa pilla, como ya sabéis quién.
Estudió Historia del Arte en Florencia y aseguraba que se marchó de allí para refugiarse del síndrome de Stendhal: “Florencia era demasiado bella, por eso elegí París”. Una broma con la que, supongo, escondía la amargura de quien se resigna a aceptar que puede que lo que una encuentra en la vida nunca sea lo que venía a buscar.
W. odiaba el café de París, las nubes de París y el mosaico de mansardas bajo las nubes. Odiaba la uniformidad de las terrazas con mesas minúsculas y sillas de ratán donde la gente se sienta como si no quisiera verse la cara. Odiaba cada centímetro de ciudad poseído por el espíritu de una postal en tono sepia. Pero, por encima de todas las cosas, odiaba a la gente de París (y también, por supuesto, a la que no era de París pero estaba en París). Tardé un rato en darme cuenta de que no es que W. se estuviera quejando de París todo el rato, simplemente hablaba inglés con acento italiano.
Tal vez ni siquiera fuera odio. Tan solo era una italiana en París (y todo el mundo sabe que lo único más chovinista que una italiana en París es una parisina en Italia). Terminamos las birras y entramos en el Doré, donde nos dieron unos cascos que pesaban como una armadura medieval y que a mitad de peli tenías que decidir si quitarte y dejar de escuchar o aguantar con estoicismo hasta el final a riesgo de sufrir una hernia cervical.
Cuando salimos del cine, W. propuso tomar la última en su hotel. “Paga el Comité Olímpico”, bromeó. Caminamos cuesta abajo en silencio, atravesamos Lavapiés bajo las hileras de guirnaldas, vadeamos los claveles y abanicos de vendedores ambulantes que reciclan el excedente de fiestas anteriores como merchandising de la verbena, y nos desviamos a la altura de la carrera de San Francisco para evitar el escenario donde pinchaba por enésima vez el mismo DJ; la prueba definitiva de que hay una fina línea entre el enchufe y la explotación laboral.
Pasamos juntas la noche en el hotel. Al día siguiente W. volvía a París, ya libre de musculitos en maillot, así que aquello fue algo parecido a Habitación en Roma, pero en Madrid y sin dar cringe con los diálogos. Cuando W. se fue, todavía me quedé un rato en la habitación, a veces dormitando, a veces dejando que el sol recortándose entre las cortinas destapara solo una franja de cuerpo desnudo. Debía de ser más tarde de mediodía. Cogí mis cosas, me vestí y me fui a casa.
Horas después salí de nuevo a dar una vuelta por la verbena, y mientras mis amigos A. y D. me contaban con entusiasmo su verano y tomábamos latas frías de cerveza, y las carpas de comida ahumaban la noche, llenándola de luz como faros velados, enredándose el aire con el martilleo de las sirenas de feria y los gritos de los vendedores, yo miraba a mi alrededor. Como si se me hubiera perdido, buscaba algo; un gesto, a W., una cara desconocida, lo que fuera. Algo que por estar tan dentro solo podía encontrar un poco más allá, fuera de mí.