Hacia el año 1954 llegó a Madrid un niño de Membrillera (Guadalajara). Tenía 12 años y la ilusión de ser maestro. Hasta ese momento Gabino nunca había salido de su pueblo. Recuerda perfectamente el viaje en la parte trasera de un camión, acompañado por su madre. La perspectiva hacía que, a lo lejos, los árboles a ambos lados de la carretera parecieran cerrar el camino. “Cuando veía esos árboles y cómo nos acercábamos a ellos, la sensación que tenía era la de que era imposible que el camión pudiese pasar por ese hueco. Incluso más de una vez me aparté porque creía que íbamos a chocar. Nunca se me olvidará esa sensación”.
Han pasado 67 años de aquello y ese niño ha conseguido ser, en cierto modo, un maestro. De las gallinejas, pero un maestro. Y después de toda una vida dedicada a las entrañas, en la cocina y en los más de 10 libros de los que es autor, ha tenido que decir adiós a más de seis décadas de tradición familiar y a una de las freidurías de gallinejas con más historia de Madrid, como nos contaba en exclusiva hace unos días.
¿El motivo? «Se ha juntado un poco todo», nos cuenta. El local era de alquiler y se había decidido a comprarlo, pero llegó la pandemia y con ella desapareció cualquier posibilidad de afrontar el gasto. «Y además de eso, está mi edad. Se puede emprender cuando eres joven, pero ahora, con 79 años, empezar de cero no tendría sentido».
Entramos al local y, nada más cruzar el umbral de la puerta, señala un arco a unos pocos metros de donde nos encontramos: «Cuando mi tía abrió, el negocio era solo esto. Apenas 10m²«.
La “suerte” de la tía Alfonsa
En el número 84 de Embajadores no siempre se hicieron gallinejas. Cuando Alfonsa Domingo, la tía de Gabino, lo alquiló en los años 50, el negocio constaba de fritos varios como calamares o boquerones. Sin embargo, el barrio tenía una marcada inclinación por las tripas de cordero y cabrito: “En aquella época en la calle Embajadores, un poquito más arriba, había dos freidurías. En la calle Labrador que está aquí pegadita y es muy corta había tres. En el conjunto de Lavapiés había 14 gallinejeras. Y en Legazpi había otros dos kioscos. Los extremos de Madrid estaban plagados de freidurías de gallinejas, que generalmente eran locales muy pequeños y kioscos, como en los que se venden las castañas”, explica Gabino.
Ante la insistencia del vecindario (“Oiga, ¿pero no tiene usted gallinejas”) Alfonsa, que no sabía qué eran, se preocupó por averiguarlo. Su novio de aquel entonces, marido después, tenía cierta influencia en el matadero y consiguió que le concedieran “una suerte”: una parte de la matanza diaria de corderos que se daba a las mujeres viudas que, después de la guerra, se habían quedado sin nada. Con esa aportación podían montar un kiosco, vender el producto y tratar de salir adelante. Así que con el tiempo, el negocio se adaptó al barrio: dejó el pescado de lado y se centró en las gallinejas.
El origen de este plato tan castizo, que solo se comía y vendía en Madrid, para más señas, en Madrid capital, no está del todo claro. «Investigando, la referencia que he podido encontrar es que hace muchos años hubo una hambruna en Madrid y la gente comía lo que fuera. Hay una historia que dice que alguien cedió unas sardinas para la fiesta del Carnaval y las enterraron en Casa de Campo, porque se habían estropeado. La gente estaba tan desesperada por llevarse algo a la boca que fueron allí a desenterrarlas para comérselas. Y sobre esa época he oído decir también a algunas personas que la gente se comía hasta las tripas de la gallina, así que quizá el nombre pueda venir de ahí, pero no de que el plato esté hecho a base de tripas de gallina«, explica.
«Tuve una pelea fuerte con la RAE hasta que conseguí que reconocieran que las gallinejas son de corderito lechal o de cabrito y de ningún animal más. Aunque solo tuve éxito en parte, porque la definición dice que antiguamente podrían venir de otros animales. Siguen mintiendo”, comenta indignado.
Gabino estuvo trabajando sin cobrar en la gallinejera de los 12 a los 24 años, cuando su tía le cedió el testigo. Recuerda que de adolescente los niños del barrio se metían con él por ser de pueblo. «Por aquel entonces yo tenía solo 13 años y cuando venían a por un bocadillo y no estaba mi tía, para vengarme les echaba mucha sal, para que no se lo pudieran comer. Pero mi sorpresa fue comprobar que seguían viniendo.” “Esto lo cuento ahora, 70 años después, que yo creo que ya no es delito y no me van a condenar por eso”, añade.
La despedida de un barrio
Antes de que Gabino reformara y ampliara el local, la freiduría no tenía mesas. «La gente traía el pan y el vino de su casa en bota, se llevaban lo que les dábamos en un cucurucho o en una cacerola y se lo comían en la calle. Como suena, ahí sentados. Como si fuera una pradera.»
Estos días la gente del barrio ha vuelto a llenar la calle para arropar y despedir a uno de los vecinos y de los locales más emblemáticos de Embajadores, un gesto que ha cogido por sorpresa a Gabino. «El día del cierre tenía tres colas: una para las mesas que tenía reservadas, otra para la gente que venía por libre para que no se quedara sin comer y otra para llevar. He tenido sentadas en una mesa a cuatro y cinco generaciones de una familia, desde la abuela de 90 años hasta la niña o el niño de 4 o 5. Mi maravilla es el amor de la gente, el cariño que me han demostrado. Perdóname, pero se me saltan las lágrimas al pensarlo», dice emocionado.
Gabino, que ha dedicado 67 años de su vida a este local, considera que las autoridades deberían hacer algo por conservar y proteger negocios históricos como el suyo, una idea que se repite entre clientes, vecinos y amigos. «Esto es un drama para la cultura. Porque la cultura no son solo los cuadros, los museos o las iglesias, la cultura también es esto: la cultura popular, la cultura de la gente, del barrio», señala.
Mientras nos acompaña a la salida, Gabino nos cuenta que ahora quiere centrarse en seguir escribiendo y editando sus libros, entre los que se encuentran sus memorias, «si es que tienen algún interés». Se sumarían a títulos editados por él mismo como «Las Gallinejas», «Treinta mesas, treinta historias», «El Melonazo» o «Poesías de las gallinejas».
Ya en la calle la gente que pasa por delante de la freiduría, al ver la persiana levantada, se acerca a la entrada del local. Le dicen a Gabino la pena que les da que eche el cierre y fantasean con la posibilidad de que pueda reabrir en otro lugar o de que en el último momento alguien se interese por salvar el negocio. Estiran la conversación entre halagos y recuerdos con olor a infancia, aceite y fritos como para dar tiempo a que llegue ese milagro que, al menos de momento, no termina de llegar.