El alféizar de una ventana. Sobre ella, un par de frascos vacíos, un tapón perdido, una radio antigua encima de unos cartones. A través del cristal, la lluvia, el muro de otra casa, una verja, un árbol. La pintura de Isabel Quintanilla (Madrid, 1938-Brunete, 2017) nunca retrató grandes batallas o personajes pudientes. Su universo estaba protagonizado por objetos personales, habitaciones pequeñas y humildes, paisajes y jardines. Durante seis décadas, la obra de Quintanilla capturó los espacios interiores, lo doméstico, lo íntimo, lo cotidiano, atravesada por un dominio rotundo de la técnica y un interés absoluto por el tratamiento de la luz y la más fiel realidad.
7 años después de su muerte, el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza dedica por primera vez una exposición monográfica a una artista española, Isabel Quintanilla. La muestra cuenta con una selección de 90 obras de toda su carrera, además de pinturas y dibujos nunca antes vistos. Se trata de un recorrido único por su vida y obra a través de seis secciones temáticas y cronológicas. Por medio de estas observaremos sus cambios técnicos, sus intereses y preocupaciones, la maduración de sus gustos y el desarrollo de su propia vida, que se deja entrever en los vacíos y silencios de sus obras: su cocina, su cuarto, el estudio, la máquina de coser de su madre, las herramientas de trabajo de su marido.
La exposición se podrá visitar del 27 de febrero al 2 de junio de 2024. El horario de apertura del museo es de martes a domingo, de 10 a 19 horas; sábados, de 10 a 21 horas y lunes cerrado. La entrada, que se podrá comprar en taquilla, la web del museo o llamando al 91 791 13 70, costará 13€ e incluye una visita por la colección permanente y exposiciones temporales. Los descuentos especiales se pueden consultar en la página web oficial.
La realista olvidada
Isabel Quintanilla nació en 1938 en Madrid, en el seno de una familia humilde. De madre costurera y padre represaliado de la Guerra Civil, Isabel ingresó en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando con tan solo quince años. Allí se formará como pintora y conocerá a una serie de artistas que marcarán tanto su trayectoria profesional como sus relaciones familiares y de amistad. Antonio López (1936), María Moreno (1933-2020), Esperanza Parada (1928-2011) y Amalia Avia (1930-2011) fundarán un grupo de jóvenes pintores de características similares cuya vida y obra es inseparable, los realistas de Madrid.
Una vez acabada su formación, Quintanilla encontró dificultades para desarrollarse artísticamente en la España de Franco. No fue hasta que se trasladó a Roma con su marido, el escultor Francisco López, cuando logró que se la tomara como una pintora seria. Allí conocerá a Ernest Wuthenow, coleccionista y marchante de arte alemán, que la llevó al éxito y al reconocimiento, aunque no en su país de origen. En sus propias palabras: “en España eras mujer. No eras nadie, no pintabas. La consideración como pintora la logré en Alemania. Pintora, no mujer. Les encajó muy bien el realismo, les gustaba”.
Una vez de vuelta en Madrid abandona los colores oscuros de su primera etapa y sus cuadros se llenan de colores vibrantes y luz moldeadora. Durante las décadas siguientes, expondrá por distintos rincones del mundo: París, Nueva York, Helsinki, Múnich y, por su puesto, España. Sin embargo, no logrará en nuestro país el reconocimiento que obtienen otros de sus compañeros, como Antonio López. Participa en varias exposiciones colectivas como la de la Fundación Botín Otra realidad: compañeros en Madrid (1992); del Museo de Belas Artes da Coruña junto a Amalia Avia y María Moreno (2005), la del Museo del Prado de 2007 o la de Realistas de Madrid del Thyssen (2016). Fue una pintora en peligro de olvido, hasta ahora.
El realismo íntimo de Isabel
A pesar del avance de las vanguardias en sus años formativos, Quintanilla va a inclinarse por el realismo, algo que siente como propio y cercano. Desde sus primeros años podemos ver un interés por el entorno: pequeños bodegones de frutas, verduras, carnes y embutidos, objetos pequeños y cotidianos como guantes, sandalias, un monedero o un pintauñas. Se trata de un retrato fiel de lo cotidiano, del interior de una casa real, con limpiadores de cocina, manchas por el uso, medicamentos, electrodomésticos o incluso vasos de la marca Duralex. Esta pieza característica de las vajillas españolas de los 60 le fascinaba especialmente, llegando a hacer más de cincuenta versiones del vaso a lo largo de los años.
Estos elementos se muestran en sus cuadros desde un punto de vista frontal, levemente elevado, y sobre mesas, alféizares de ventanas, la encimera de la cocina o la nevera. Pero Quintanilla no sólo pintaba bodegones, sino que también abundaron en su obra los retratos domésticos. Estos espacios se representaban meticulosamente, muchas veces incluso en repetidas ocasiones con pequeños cambios: en la luz y en la posición de su caballete. Estas estancias, aunque vacías, representaban a quien las habitaba a través de sus elipsis: una mesa con libros abiertos, un estudio con las herramientas de trabajo desordenadas, una cuna de bebé.
La exposición también recoge el interés de la artista por la naturaleza. Quintanilla retrata una naturaleza a menor escala que la de los impresionista (recordemos los grandes jardines de Monet), mucho más modesta y cercana: los patios de su casa, pequeños árboles frutales, huertos, limoneros, higueras y cipreses. A su vez, el museo reserva una sala a paisajes y vistas urbanas, tanto de ciudades en las que vivió la autora, Madrid, San Sebastián o Roma, como de los campos abiertos de Castilla y Extremadura.
La muestra se cierra con la escultura de Francisco López Figura de Isabel (1978) y un audiovisual con material inédito grabado a la artista mientras trabajaba en su estudio en la década de 1990.