Fuimos a un speed dating en Madrid esperando vivir una especie de Tinder analógico, pero fue mucho mejor.
El 79% de los solteros españoles buscan pareja según el INE. La cifra parece a priori un dato sin más de esos sondeos que se lanzan de vez en cuando, y que con suerte protagonizan un par de titulares en algún periódico. Pero la cifra deja entrever cómo la conceptualización de las relaciones de pareja ha evolucionado. El mismo INE afirmaba que entre 1991 y 2005 la cifra de solteros creció en nuestro país en tres millones. Cambian las relaciones y cambia las forma de empezarlas.
Hace unos años, decir que habías conocido a tu chico en el chat de Terra era pegarte en la frente la etiqueta de “desesperada”. Hoy, quien no tiene Tinder es porque no lo necesita. Y yo, que lo tengo y lo uso, me enteré de que había un speed dating y allí que fui.
¿Un speed qué? Un speed dating. El mecanismo es sencillo: un local con muchas mesas en el que las chicas se sientan mientras los chicos van rotando ordenadamente por cada mesa en turnos de 7 minutos. Un Tinder analógico, vamos.
La simple idea de que fueran los tíos los que se pasearan por las mesas como quien se pasea delante del expositor de una carnicería me olía un poco a rancio, a piso cerrado, pero era una de las pocas normas. Prejuicios, sin embargo, tenía muchos (y creo que no era la única): aquello va a ser un nido de orcos o de sociópatas sin amigos a los que llorar sus penas, pensaba.
Al entrar se me asignó una pegatina con mi nombre, una mesa, un boli y un papel donde apuntar nombres, como la wish list de Amazon. Al rato, el maestro de ceremonias, un señor con americana, pelo tupido y cara de casanova de película de Telecinco hizo sonar la bocina. Empezaba el show. Cualquiera con un bloc de notas y un poco de inquietud antropológica tenía allí caldo de cultivo para hacer sombra al experimento del señor Milgram.
Tardé poco en darme cuenta que iba a mantener tres tipos de conversaciones: conversaciones de ascensor, conversaciones con gente que va a un speed dating porque le sale más a cuenta que el psicólogo, o esas conversaciones que no habías tenido con ninguno de tus amigos de toda la vida y que te vuelan la cabeza en 5 minutos. Solo por esto ya merecía la pena.
En cinco minutos, obviamente, no vas a enamorarte, pero sí te da tiempo a hacer descartes. No era difícil darse cuenta de quién entendía esta premisa simple y quién no. El chico que me dijo que no le interesaba saber a qué me dedicaba, que le contara cuál era mi animal favorito, sí lo entendió. También lo entendió el que reconoció estar inventándose un personaje diferente en cada mesa; ya había sido ingeniero y actor porno, la vida precaria del pluriempleado.
Y yo, que aplico metódicamente aquella máxima del “donde fueres, haz lo que vieres”, decidí copiar la técnica con mi siguiente potencial ligue:
-¿Y tú a qué te dedicas?
-Yo soy de Barcelona y he venido a Madrid a estudiar un máster en cartografía digital –dije.
-¿Te has fumado un porro?
Aunque a veces lo más divertido es disfrutar del esforzado intento de los participantes por explotar esa versión de sí mismos que están encantados de venderte. Un chico con rasgos andinos me dijo que era muy moderno. «El más moderno de mis amigos», matizó. ¿Y eso?, le pregunté, interesada como siempre había estado yo en entender la mente del mismísimo Narciso del siglo XXI. «Pues por la música que escucho por ejemplo. Escucho Rosalía», me dijo.
«Tienes cara de niña buena», tuve también ocasión de escuchar mientras vigilaba por el rabillo del ojo quién venía a sentarse después. «Bueno, o de mujer de verdad pero con buen fondo», reculó. Sí, con buen fondo de armario, zanjé, y sonó la bocina.
O aquel otro, que venía con la técnica depurada de casa y cuando le dije que salía por Lavapiés encaminó sutilmente la conversación: me preguntó si conocía la Sala Equis, para después hablar de las muchas pajas que allí tuvieron lugar, de lo violento de masturbarse delante de un perro y gastar el resto del tiempo que nos quedaba hablando de sexo. Hábil movimiento, y risas conseguidas que me hicieron querer buscarlo después. Luego quedaban dos horas y media de fiesta por delante para acabar de mover fichas. Algunos y algunas consiguieron ganar la jugada y rematar el buen rollo de la noche.
Quien piense que allí solo había guaperas con la escopeta cargada, o introvertidos incapaces de pillar en un prostíbulo, yerran el tiro. Esta era mi primera vez en esta versión fordista del amor (o del pillar cacho). Habrá una segunda.