Hay ideas que nacen con fecha de caducidad. Un árbol, una vida, el nombre de la campaña que lanzó el Ayuntamiento de Madrid a principios de 1990, es una de ellas. La campaña la resume el titular: a cada recién nacido le correspondía un árbol al que se le bautizaba con el nombre del neonato. Solo dos años más tarde el periodista Francisco Peregil, periodista en El País, hablaba de la propuesta en términos de fracaso.
Otra periodista, Ada Nuño, publicaba hace un par de veranos en El Confidencial un artículo a través del que uno se enteraba de esta historia. Nuño hablaba de una búsqueda de sus orígenes: de un trabajo austerlitziano (si se permite el epónimo y la pedantería) para encontrar su árbol.
Sin importar que finalmente lo encontrara (o que no porque la placa desapareció o el árbol dejó de existir), Nuño cuenta el origen de esta idea: “La idea fue concebida por el Partido Radical Italiano y propuesta ante el Parlamento Europeo, y Madrid fue la primera en llevarla a la práctica junto con Jerusalén, gracias al empeño del entonces alcalde Agustín Rodríguez Sahagún y de Esperanza Aguirre, que era concejal de Medio Ambiente”.
Un madroño y una carta
La forma que tenía el Ayuntamiento de Madrid de informar de este privilegio era a través de una carta: el cartero llegaba a casa de los padres con a) un madroño de un año de vejez en una maceta y b) una carta que decía que efectivamente había un árbol a nombre del neonato.
El fracaso de la propuesta tiene dos grandes ejes. Eje número uno: cada año nacían 22.000 madrileños y el Ayuntamiento solo podía plantar 11.000. Eje número dos: visitar el árbol de uno requería una peregrinación –al de Tetuán le ponían el árbol en Usera y al de Usera en Argüelles, por decir algo.
La idea languideció hasta morir y el paso del tiempo hace que se recupere en distintas formas. Al final, relacionar natalidad y naturaleza es cosa tentadora desde el prisma político.
Ciudadanos propuso hacer algo parecido (sin placa) en Alcalá de Henares y Pozuelo lo llevó a cabo (sin placa) mediante la iniciativa Bosque de la vida.
Placas sin nombre
Madrid acumula en sus calles cicatrices de la ciudad que fue o que pudo ser o que ha sido o que sigue siendo. Se ve en las tipografías de las placas y se puede ver cuando uno mira a sus charoles. La idea de instalar en el suelo placas (de cerámica, por cierto) para conmemorar un nacimiento recuerda a la de tatuarse la palma de la mano.
Y la idea también recuerda a otras acciones municipales que quieren registrar la ciudad en una foto. Cosa imposible: de parecerse a algo se parece a un vídeo o al torrente de un río.
La fachada del Ayuntamiento de Benidorm (de cristal) tiene inscrito en sus ventanales el nombre de los ciudadanos que en algún momento de los dosmiles habitaron la ciudad. Como si fuera un homenaje, como una petición al tiempo para que se detenga.