
En 1980 Marvin Harris escribía en el prólogo de Vacas, cerdos, guerras y brujas que el objetivo del libro, obra referencial de la antropología moderna, era desentrañar «las causas de estilos de vida aparentemente irracionales e inexplicables». Harris trataba de justificar por la vía de la razón actitudes que, extraídas de su contexto sociocultural, parecerían más los delirios de un lunático. Jefes amerindios que quemaban sus pertenencias como signo de ostentación o hindúes en evidente estado de malnutrición que eran incapaces de pegarle un hachazo a la vaca que tenían al lado, visiblemente mejor nutrida que ellos.
El estómago sigue siendo la más innegociable de las fronteras. Alrededor de dos millones de personas en el mundo incluyen insectos en su dieta y sin embargo en nuestro país —y en Occidente en general—, la idea de alimentarse de gusanos o grillos, no hablemos ya de arañas o escorpiones, pone los pelos de punta.
Digamos que los insectos, cuyo consumo está particularmente extendido en países tropicales, no entraron con buen pie en el imaginario gastronómico occidental. Comer insectos es visto como una práctica primitiva, propia de cazadores-recolectores, y cuando a algún lumbreras se le ocurrió que deslomarse arando la tierra era mejor idea que simplemente disponer de lo que esta daba por sí sola, los insectos pasaron de ser un snack a una potencial plaga. Mientras que en algunas culturas tropicales los insectos cumplen desde funciones decorativas hasta farmacológicas, para Occidente no son más que como una molestia o un vector biológico, es decir, un saco de enfermedades.
El consumo y comercialización de insectos fue aprobado por la Unión Europea el pasado 1 de enero y ya hay algunos pequeños locales en Madrid que los han incorporado a su stock o su carta, como por ejemplo Doce chiles, el puesto de comida mexicana del Mercado de la Paz, o la tienda de productos a granel Black Pepper & Co (C/ Meléndez Valdés, 15). Luis Alcázar, dueño de esta última, los trae de Francia, donde se crían en granjas ecológicas.
«La gente demanda constantemente nuevos ingredientes. He traído insectos por eso de siempre estar buscando productos nuevos y ahora que se ha regulado un poco la normativa, se trata de dar la posibilidad de que la gente pruebe nuevos ingredientes, quitar un poco el miedo porque al final son insectos pero te estás comiendo caracoles, gambas o un centollo. Es dar un toque exótico, aportar un poco de sabor, un poco de textura a los platos y meterle un ingrediente diferente», explica el responsable de Black Pepper & Co, que trabaja como proveedor de restaurantes de la talla de Diverxo, La Cabra, Gaytán, Triciclo, La Candela o Nakeima.
Por el momento no tienen demasiada variedad. Tan solo venden grillos y gusanos de la harina, ambos tostados, y el precio aún es un tanto elevado: 100 unidades de gusano de la harina son unos cinco euros y 25 grillos, en torno a cinco euros y medio. Tampoco ayuda mucho que la cadena francesa Carrefour haya decidido sumarse a la iniciativa, acaparando toda la atención mediática, aunque Luis asegura que ya está hablando con sus proveedores para traer otros insectos como hormigas, gusanos de seda, escarabajos, escorpiones, tarántulas, y también insectos con diferentes sabores como curry o barbacoa.
¿Cómo y por qué debemos comerlos?
Los insectos, con un contenido proteico de entre el 60 y el 70 por ciento, tienen una textura crujiente y no excesivo sabor, lo que los convierten en un complemento más del plato, pero no en el ingrediente principal. Luis abre su recetario personal: «un taco mexicano donde encima de la carne pongas unos grillos que le den un poco de textura y de sabor; un tartar de salmón con guacamole y unos gusanos; una ensalada. Lo importante al final es que mantenga la textura, que se coloque encima del plato para que se mantenga el crujiente del insecto».
La FAO asegura que los insectos son, en términos nutritivos, una alternativa a fuentes de nutrientes como el pollo, el cerdo, la ternera o el pescado. Además, hay algo que el organismo de la ONU se esfuerza en remarcar: son muchos humanos quienes ya consumen insectos, es decir, no estamos inventando nada nuevo y no hay ningún riesgo que asumir de cero.
Pero, además, están los factores medioambientales. La cría de insectos genera menos emisión de gases (el metano, por ejemplo, tan solo lo producen algunos insectos como las cucarachas o las termitas), no requiere grandes extensiones de tierra y se pueden alimentar con residuos orgánicos. Y por supuesto requiere menor gasto energético y menor inversión.