
En la Gran Vía de Madrid no todo son franquicias de ramen, teatros reconvertidos en tiendas de fast fashion y musicales con pantallas de LED del tamaño de una hectárea. Hay sitios, también, donde el tiempo parece haberse detenido. Uno de ellos está escondido en la cuarta planta del número 59, donde el ascensor —con esa parsimonia de edificio antiguo— te deja frente a una puerta cerrada, sin carteles, sin indicaciones, sin música ambiente, solo con el eco de la duda: ¿esto es aquí?
Sí, es aquí. Se llama Hogar Extremeño y, aunque suene a centro de mayores o a asociación vecinal, esconde uno de los comedores más singulares y honestos de Madrid. Al frente está Elisa Paredes, extremeña de Madrigalejo, que cocina como quien sigue cuidando a su familia: platos de cuchara, tortillas hechas al momento, migas que huelen a pueblo y callos con pata y morro que te reconcilian con la vida.
¿Qué se come en el Hogar Extremeño?
Aquí no hay cartelitos luminosos con mensajes de autoayuda ni carta de vinos ilustrada. No hay reservas online ni raciones diseñadas para Instagram –o sí, a estas alturas ya quién sabe. Lo que hay es un menú del día de los de antes, por 15 euros: primero (guiso, ensalada o verdura) un segundo (secreto ibérico o dorada a la plancha, por ejemplo) y postre casero —flan de huevo, arroz con leche, natillas— fruta de temporada. Todo como quien te recibe en su propia casa un domingo.
El salón principal tiene algo de verbena ochentera y mucho de nostalgia: cerámicas con la bandera de Extremadura, un cuadro de chavales de un equipo de fútbol, frescos folclóricos bajo el aire acondicionado y un pequeño balcón desde el que se ve el tramo más teatral de la Gran Vía, entre Callao y plaza de España.
La carta fuera del menú del día tiene sus joyas, claro: migas extremeñas en versión clásica o «con sorpresa», fabes con matanza, arroz del señorito, cocido madrileño por encargo.
La historia del Hogar Extremeño
El Hogar Extremeño nació en 1905 como un refugio para los extremeños que buscaban suerte en Madrid, y sigue siendo eso: un sitio donde comer bien y barato, pero también un pequeño bastión cultural que organiza talleres de sevillanas, cine fórum o fiestas populares. Lo puedes consultar en su web.
Cocinas como esta sobreviven a base de boca a oreja –y de algún que otro tiktoker que visita el local y cuenta sus bondades– y de clientela que entiende el acto de comer como un acto de fidelidad.