Los lugares en los que vivimos y que habitamos son importantes: los edificios, las calles, las casas. Y la casa en la que Matilde Ucelay creció en la madrileña calle Libertad –además de lo que hoy podemos leer como una especie de anticipo de lo que supondría su figura– no es una excepción. Es importante porque aquella niña no creció en un ambiente cualquiera: su familia –que participó en la creación de la Institución Libre de Enseñanza– pertenecía a la burguesía ilustrada de principios del siglo XX.
Su padre, Enrique Ucelay, era abogado y su madre, Purificación Maortúa –que contaba entre sus amistades con personajes de la talla de Federico García Lorca– fundó la compañía de teatro Anfistora y el Lyceum Club, una asociación femenina y feminista donde se luchaba por los derechos de las mujeres a la par que se organizaban actividades culturales, con primera sede en la Casa de las Siete Chimeneas.
En ese caldo de cultivo, al que hay que sumar otros factores como su propia personalidad y cualidades que la definían como el tesón y el empeño, no es extraño que Matilde Ucelay se matriculase en la universidad en 1931, en la carrera de Arquitectura, convirtiéndose en una de las primeras alumnas de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid (ETSAM). Solo ella acabaría la carrera en aquellos años.
No solo eso: Matilde Ucelay terminó la universidad en tiempo récord al hacer dos cursos en uno, estudiando un verano mano a mano con su compañero Fernando Chueca Goitia. Era julio de 1936. Apenas unos días después, estalla la Guerra Civil en España.
Un castigo «ejemplarizante»
Ese momento marcó para siempre la carrera de Matilde, tal y como explica Inés Sánchez de Madariaga, catedrática UNESCO-UPM de Género y Políticas de Igualdad en Ciencia, Tecnología e Innovación y profesora titular de la ETSAM, experta en su figura y autora del libro monográfico Una vida en construcción.
Su pertenencia a la Junta de Gobierno del Colegio de Arquitectos de Madrid, constituida durante los primeros meses de la guerra, fue el motivo por el que se le hicieron tres consejos de guerra que no se cerrarían hasta entrados los años 50. «El suyo fue un castigo ejemplarizante en comparación con sus compañeros varones en los procesos de depuración civil impuestos por las autoridades vencedoras», relata la experta.
Ese agravio comparativo se concreta en un ejemplo rotundo: después de una primera publicación de sanciones en 1942, las autoridades del bando sublevado redujeron las penas a todos los arquitectos represaliados ante la necesidad de profesionales que reconstruyesen lo destruido. A todos excepto a Matilde, la única mujer, a quien no solo no le rebajaron la pena, sino que se la incrementaron –en la conferencia que impartió Madariaga dentro del ciclo Clásicas y Modernas del Ayuntamiento de Zaragoza se pueden ver algunos de estos documentos–.
Además, sufrió dos depuraciones profesionales en las que participaron algunos de sus antiguos compañeros de carrera vinculados a la Falange. Fue condenada a 6 años de arresto domiciliario, sanciones económicas, le prohibieron firmar proyectos privados por 5 años y la inhabilitaron de por vida para ejercer cargos públicos y directivos. En esas y otras medidas había «una intencionalidad en suprimir su presencia e incluso su existencia», señala Madariaga.
La prohibición de trabajar en proyectos privados pudo esquivarla gracias al apoyo de dos compañeros y amigos, Aurelio Botella y Arrillaga, que firmaban por ella los trabajos que diseñaba. Pero la inhabilitación la alejó de los encargos de la administración pública, que eran la gran mayoría para los arquitectos en aquel momento, por lo que su obra estuvo dedicada, prácticamente en su totalidad, a la intimidad de las casas particulares.
Una arquitectura del detalle
Madariaga cuenta que cuando Ángela Barnés, compañera del colegio de Matilde, la conoció con unos 8 años, le dijo que quería ser arquitecta: «Los arquitectos no saben cómo se vive en una casa porque nunca están en ellas«.
Lo pensaba ella y lo pensaban sus clientes –muchos de ellos, clientas–, porque entendía mejor sus necesidades: su preocupación y cuidado por los detalles, por los interiores y cómo disponer de ellos, era algo poco común. «Matilde pensaba en todo y dibujaba hasta el último pomo o rodapié; iba a la fábrica para elegir la última teja y se pasaba el día en la obra», contaba su aparejador, Carlos Boyer, en El País.
«Su trabajo es sencillo, de ámbito privado y apariencia clásica, pero, conceptualmente, tiene ideas, distribuciones y planimetrías muy avanzadas para su tiempo«, resume Javier Vilchez, estudioso de su obra, en ese mismo artículo.
A pesar de todas las dificultades, Matilde Ucelay fue una arquitecta muy prolífica: a lo largo de las cuatro décadas en que desarrolló su carrera firmó 120 proyectos entre los que se encuentran principalmente proyectos residenciales privados, como la Casa Oswald de Puerta del Hierro y las residencias de Teresa Marichalar, Ortega Spottorno y Simone Ortega, entre otras.
En Madrid diseñó las librerías Hispano Argentina y la antigua Turner (hoy Pasajes), de la que se conserva únicamente el interior, las oficinas Driver-Harris Ibérica –muestra de lo que le hubiera gustado hacer si no hubiera estado vetada y hubiera podido acceder a otros encargos, apunta Madariaga–, los laboratorios Medix y el taller de Encuadernaciones Carrascosa.
No obstante, a día de hoy su obra es desconocida y no solo por su naturaleza privada, sino también por esos paréntesis que acompañan al estado de muchas de sus construcciones: «hoy desaparecida», «hoy derribada», «solo se conserva el interior», como es el caso de otros tantos ejemplos de arquitectura moderna que no está protegida.
En el año 2004 Matilde Ucelay recibió el Premio Nacional de Arquitectura por su trayectoria y a título póstumo ha sido objeto de algún reconocimiento: el Gobierno celebra este año la segunda edición de los Premios Matilde Ucelay –que reconocen la labor de quienes luchan por la igualdad de género en los ámbitos de infraestructuras, transportes, movilidad, vivienda y urbanismo– y el Ayuntamiento de Madrid le puso su nombre al jardín de Chamberí de la calle Doménico Scarlatti en 2019.
Con motivo de su fallecimiento, en noviembre de 2008, Madariaga escribió su obituario en El País, lanzando un mensaje hacia el futuro: «Sirva la integridad de su trayectoria ejemplar de modelo y referente a las nuevas generaciones de arquitectos, y sobre todo, de arquitectas, que desde este año son más de la mitad del alumnado en nuestras escuelas«.