Marzo de 1928. Ciudad Rodrigo (Salamanca). Tres aviones que vuelan de Sevilla a Valladolid tienen que hacer un aterrizaje forzoso en las afueras de la ciudad por una avería. El entonces alcalde, José Manuel Sánchez-Arjona de Velasco –que pasaría a la historia como el “Buen Alcalde”– acoge a los pilotos en su casa. Una casa que pertenecía a la familia de María de la Salud Bernaldo de Quirós y Bustillo, la mujer de la aristocracia con quien estaba casado y que se convertiría, no mucho tiempo después, en la primera mujer aviadora de España. Y la fortuita llegada de esos pilotos a su residencia fue el detonante que la llevaría a cumplir ese hito.
La curiosidad de María por esos aparatos le hizo pasar mucho tiempo con el capitán, el sevillano Antonio Rueda. Le acompañaba en diversos menesteres de la reparación del avión, pero lo que más le fascinaba –explicaba en una conferencia reciente la pintora y escultora Pilar de Arístegui– eran las historias que Rueda le contaba sobre esas mujeres de otros países que habían conseguido hacerse aviadoras: Raymonde de Laroche en Francia, Hélène Dutrieu en Bélgica y Amelia Mary Earhart en Estados Unidos.
Esos relatos terminaron de convencerla de seguir los pasos de esas pioneras en España, algo a lo que de Velasco se negó. María emprende entonces un viaje que la alejaría de Ciudad Rodrigo y de su segundo marido –fue la segunda mujer en España en anular su matrimonio, acogiéndose a la Ley de Divorcio de 1932– y la llevaría a Madrid: se marchaba para vivir sola y cumplir su sueño de ser la primera aviadora de España.
La llamaban «Miss Golondrina»
El primer paso para ello consistía en inscribirse como alumna en la Escuela de Aviación Civil del aeródromo de Getafe. El capitán de aeronáutica, José Rodríguez de Lecea, le dijo: «En la Escuela de Aviación solo entrenan hombres, nunca ha participado ninguna mujer». A lo que ella contestó: «Perfecto, así seré la primera», relata Arístegui, basándose en el libro La dama del cielo de Jorge Bernaldo de Quirós y Trillas, sobrino nieto de María.
Dicho y hecho: el propio Lecea fue su instructor de vuelo y pronto su destreza a los mandos del aparato –y en especial, con las acrobacias– hizo que sus compañeros la apodaran Miss Golondrina. El 15 de septiembre de 1928 supera con éxito su suelta –como se conoce en el argot aeronáutico al primer vuelo que se realiza en solitario– y, en una entrevista con la revista Estampa, declara: «La «opinión pública» […] se va ya acostumbrando a que las mujeres sirvamos para algo más que para bordar«. En octubre de 1928, tras superar el curso, se convierte en la primera mujer en hacerse con el título de piloto en España.
A partir de ese momento, su popularidad y su fama se disparan. Muchas mujeres acuden a ver sus acrobacias por toda nuestra geografía e incluso siguen sus pasos. Esa popularidad, sin embargo, no ha sobrevivido hasta nuestros días, en los que a modo de homenaje su nombre designa una calle en Ciudad Rodrigo desde 2007 y un avión de la flota de Iberia, pero no está instalado en el imaginario colectivo.
Eca, como la conocían cariñosamente en su entorno, murió en su ciudad natal en 1983 –el mismo año, por cierto, en que Estrella Aranda se convirtió en la primera mujer maquinista de Metro de Madrid–, habiendo cumplido su sueño: «Yo tenía desde chica la ilusión de volar; pero de volar con mis alas –digámoslo así–, no con las ajenas«.