Hubo un tiempo en el que a la gente de Vallecas se la reconocía porque llevaba los zapatos manchados de barro. La distinción servía, también, a la inversa: a finales de los 60 –en tiempos de la dictadura, pero también del nacimiento de la primera asociación vecinal del país en Palomeras Bajas– identificaban a los secretas «porque llevaban los zapatos limpios», según le contaba Vicenta, una vecina, a José Molina Blázquez, presente en la fundación de aquella agrupación pionera.
La chispa prendió en torno a una necesidad –un derecho– fundamental: la vivienda. Eran tiempos de casas bajas y precisamente en una de ellas, la de Prudencia Priego, se fundó el Rayo Vallecano un 29 de mayo de 1924. De origen y corazón humilde, se dio a conocer al mundo en el diario La Libertad sin más recursos que el más puro amor por el juego: «La nueva Sociedad Agrupación Deportiva El Rayo saluda a todas las sociedades (federadas y no federadas) y desea jugar con las que lo deseen en el campo y hora que ellas crean conveniente, a partir del próximo domingo».
Momentos como estos quedan recogidos en No es fiera para domar. Una historia centenaria del Rayo y Vallecas (Altamarea, 2024), el libro que el periodista y escritor Ignacio Pato (Madrid, 1981) ha publicado con motivo de los 100 años de la fundación del equipo: «Quería poner en valor a una afición, pero también a un barrio. Que se retroalimentase el equipo de fútbol con lo que significa Vallecas a nivel histórico. Y algo que tenía muy claro es que no podía contar la historia del Rayo sin Vallecas y sin los vallecanos y vallecanas».
La relación de Pato con el Rayo Vallecano viene de lejos. Todo el mundo es de un equipo por algo y –quizá, sobre todo– por alguien. Su caso, el de un niño de Moratalaz, no era una excepción y se explica por una doble cercanía: la geográfica entre su barrio y Vallecas –suficiente como para que Puente y Moratalaz llegaran a compartir la gran kermés de las Fiestas del Carmen– y la emocional: gran parte de la gente de su clase –y por tanto, de sus amigos– eran vallecanos y lucían con orgullo sus camisetas del equipo en el barrio vecino.
Esa simpatía fue madurando al tiempo que lo hacían él, el mundo y el propio fútbol, hasta dejar otro poso más hondo, más dentro: «Se ha acabado convirtiendo en un ancla de un montón de valores que he seguido defendiendo en otros ámbitos de mi vida. Ser del Rayo es precioso porque te permite conjugar esas sensibilidades comunitarias, sociales, de cercanía, de una vida más de barrio, de sentimiento de arraigo«.
Un equipo con los valores de su barrio
El título del libro, verso prestado de una canción de Patxi Andión, recoge bien ese espíritu al que hace referencia Pato: «Creo que habla bien de Vallecas: es lo suficientemente poética y a la vez clara, que son dos adjetivos que se le pueden poner al barrio. Puede ser soñador, pero también tener los pies muy en la tierra«.
Y durante mucho tiempo los tuvo no solo metafóricamente. En el escudo de la Vallecas independiente –lo fue hasta 1950–, presente también en la heráldica del Rayo, hay un rastrillo y una horca para el cultivo del cereal: Vallecas era de campos y de gente que los trabajaba. Muchos de ellos, vallecanos llegados desde diferentes coordenadas y latitudes –el callejero de El Pozo está lleno de ejemplos– que tenían algo en común: «todos dejaban atrás algo peor». Aunque la vida en Vallecas estaba lejos de ser un sueño.
En su cronología (1924-2024), el libro abarca aquella noche larga que duró 40 años: «El golpe de Estado militar sorprendió a algunos vallecanos en cines de verano», escribe Pato. Y los golpearía con especial fuerza, como a otros barrios del extrarradio, desde todos los frentes a su alcance: «A nivel de hemeroteca una de las cosas que más me ha impactado es la crueldad, el desprecio y la ignorancia con que se hablaba de Vallecas. Me pareció muy bestia».
Es una estigmatización que si ha llegado hasta nuestros días tiene que ver, en su opinión, «con prejuicios: con no haber venido, no estar en Vallecas, no hablar con su gente y no conocerlo. Y también con proyectos de ciudades que han exacerbado las desigualdades. La gente trabajadora, los barrios obreros, no necesitan dignidad. Ya la tienen. Necesitan igualdad de oportunidades, equidad y que en el relato se les mire con justicia«.
Mimbres como estos son los que, a lo largo de su historia, han ido forjando esa identidad –ese carácter– compartido entre barrio y equipo. El espíritu del Rayo Vallecano está más cerca de aquel anuncio en prensa concebido desde una casa baja que de los equipos de ese fútbol-negocio a los que vencer le valió en su momento el sobrenombre de ‘Matagigantes’. Al igual que Vallecas ha estado –y está– más cerca de ese municipio castellano que fue que de un Madrid que siempre la ha mirado desde demasiado lejos como para tratar siquiera de entenderla.
La Vallecas de la furiosa alegría
Pero, ¿en qué momento confluyen la identidad combativa, solidaria y colectiva vallecana con la rayista? Aunque no se entienden la una sin la otra desde sus inicios, Ignacio Pato sitúa el germen de esa unión, sobre todo, desde finales de los 70: «El Rayo va creciendo deportivamente y coincide con un momento de efervescencia política y social, de reivindicar Vallecas como un lugar de encuentro, con la Batalla Naval o el símbolo VK de Fernando González Lozano (Nando). Se va afianzando una construcción natural, que ya estaba en el ambiente, de que el Rayo y Vallecas son la misma cosa«.
Esa comunión entre equipo y barrio, jugadores y afición, es la que hace entender que un gol en Vallecas significa muchísimo más que solo un balón entrando en la portería contraria. Incluso –o puede que especialmente– cuando hablamos de aquel histórico gol de la alegría que Felines marcó de cabeza el 5 de junio de 1977 –encajado temporalmente entre un mitin del PCE que acabó con el Padre Llanos cantando, puño en alto, La Internacional y la celebración de las primeras elecciones generales tras la dictadura–. Y logró lo que hasta entonces solo se podía imaginar cerrando los ojos: el Rayo –Vallecas– era de Primera.
Tras el ímpetu, la rabia y la emoción de aquellos gritos de celebración estaba el sustrato de la masa social que había levantado sus casas –y las de sus vecinos– con sus propias manos, la que había puesto en marcha la primera asociación vecinal del país y estaría también, en un futuro no tan lejano, la que enarbolaría otras luchas por la educación pública, contra los desahucios o el «calienta la cena que estoy en la lucha» de las Madres Unidas Contra La Droga.
Todo ese caldo de cultivo, ese orgullo de barrio y clase, ha ido tomando forma hasta materializarse en frases como «Soy de Vallecas, ¿qué pasa?» o en pancartas como la que sacó el colectivo Bukaneros, inspirada en Zerocalcare, durante un partido: «Defendamos la furiosa alegría». «Para mí la furiosa alegría tiene que ver con esta capacidad de vidas golpeadas por la precariedad para divertirse juntas y con cómo se contagia. Un aficionado me decía que su vecino se quería sacar el abono solo porque veía lo contento que llegaba cuando hay partido. Me parece súper bonito», recuerda Pato.
No es para menos: los días de partido en Vallecas, sigue Ignacio, la carga de electricidad se puede notar subiendo la Albufera. Las previas de esta afición bullanguera son un acontecimiento en sí mismo «que merece la pena vivir aunque no te guste el fútbol» y al que algunxs se han abonado –sin coste– aunque luego no vayan al partido: «Al final es una excusa cada 15 días para estar aquí, compartiendo tiempo con la gente que no ves por culpa del trabajo».
La cercanía entre los jugadores y la afición
Que la hinchada franjirroja acompaña y apoya al equipo en cada paso del camino no es una forma de hablar: desde el bulevar hasta el estadio se suceden los grafitis y las pintadas en las paredes con mensajes como «working class», «obreros franjirrojos», «valentía, coraje y nobleza» –los valores que se le atribuyen en el himno– o como el del gran mural justo frente al estadio, en el que un padre lleva a su hija pequeña a hombros a ver el partido: «Era un día cualquiera, su padre le llevó a verte a la Albufera…».
Todo a iniciativa de la afición, igual que la placa que recuerda el lugar en el que se fundó el Rayo. Las muestras de cariño –como todo si unx se acerca lo suficiente– también tienen nombre propio. El de Lola Barraza –a quien Maite Martín, periodista del Diario As, entrevistó el año pasado– es uno de los más célebres en Vallecas: «Es una señora rayista de toda la vida que les lleva comida que prepara en casa. Son famosas sus tortillas de patata», cuenta Pato.
La cercanía es, además de sentimental, física: ya no solo por la ubicación del estadio en uno de los centros neurálgicos del barrio –de ahí parte de la importancia de su emplazamiento–, sino también por la proximidad a las viviendas que lo rodean –dejando momentos como el de aquel balón de Valverde colándose en un balcón vecino–.
Pero sobre todo es un apoyo mutuo que siempre ha ido más allá de lo meramente futbolístico o deportivo. Y mientras la afición recaudaba fondos para una plantilla ahogada por los impagos de los Ruiz-Mateos –propietarios del club de 1991 a 2011– en la temporada 2010-2011, los jugadores salían a la calle para secundar la huelga contra la reforma laboral «en solidaridad con la afición». Quizá el secreto para sacar esa fuerza a prueba de derrotas esté en la tranquilidad de no saberse nunca solo.
Todo ello engrasa lo que Pato denomina la «autoestima colectiva, que es una mezcla de orgullo, identidad y empoderamiento. Me parece necesario, político y muy buen abono para el futuro defender la furia, la alegría, la conciencia y el apoyo mutuo que se ve en un barrio o afición como esta».
Una complicidad entre grada y césped que contrasta con la distancia abismal que los separa a ambos de la directiva del club.
Cuando el rival se sienta en el palco
De todos, puede que el rival más difícil al que se haya tenido que enfrentar el Rayo no esté en el césped, sino en el palco –como rezaba una pancarta desplegada en agosto de 2021 en la fachada del estadio–. Hoy lo deja claro una pintada en uno de los costados del edificio, dedicada a Raúl Martín Presa, presidente del club desde 2011: «Presa, caerás antes que el femenino».
La referencia apunta a una de las realidades más dolorosas de su historia: el desmantelamiento del Rayo femenino. Fundado en el año 2000, por él pasó la actual campeona del mundo Jenni Hermoso y puede presumir de ser el equipo que más títulos ha dado al club. «Dos de las mejores jugadoras de este país, Natalia Pablos (máxima goleadora) y Alicia Gómez (la que más partidos ha jugado) han estado aquí. Trajeron la Champions y al Arsenal. Casi tendrían que tener el nombre de una puerta o una estatua. Pero las hicieron salir por la puerta de atrás: la despedida de Alicia fue un tuit citado«.
Es solo uno de tantos ejemplos de la dejadez que denuncian el equipo y la hinchada, como que no se vendan las entradas online, que el verdadero peso de la comunicación lo lleven los rayistas o que en el escaparate de la tienda lo único que rompa el silencio de las baldas sea una taza solitaria. Pero lo más grave de todo, como llevan años señalando sin que Presa se hiciera cargo, es la situación en la que se encuentra el propio estadio y de la que da cuenta una inspección a la que ha tenido acceso El Confidencial.
Ese sería el motivo tras la urgencia de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, en trasladar al equipo de estadio y barrio –algo que ya plantearon en su día los Ruiz-Mateos, con la idea de llevarlo a Valdecarros–: «Cada vez es más insostenible que sigan en Vallecas», declaró Ayuso al Diario As.
La respuesta de los aficionados en contra del traslado ha sido rápida y contundente desde el primer momento, porque lo único insostenible parece que el Rayo no esté en Vallecas: «Llevarse el estadio sería despatrimonializar al equipo y al barrio». Para el periodista y otros rayistas hay también una intuición compartida: «Lo que supone a nivel humano y social el Rayo y el rayismo es algo que desentona y puede llegar a molestar en ese proyecto de Madrid aséptico que a veces parece una partida de Los Sims que alguien se ha dejado a medias».
«La sensación es la de que el equipo está secuestrado institucionalmente: el sentir de la afición va por un lado y la gestión del propietario va por otro», señala Pato.
El futuro es incierto, pero en la escritura de Ignacio Pato –como encuentro también en la de autoras como Belén Gopegui– hay un compromiso real, ineludible, con la esperanza: no como un mantra en el que esperas creer por repetición, sino como una convicción profunda. Una deuda con el otro. Por eso es un libro que, desde la dedicatoria, mira a futuro: «Al rayismo que viene y a la Vallecas que será».
«¿Cómo te los imaginas?», le pregunto. «Imagino una Vallecas combativa como lo ha sido siempre, que tendrá altibajos en el ánimo, más o menos tiempo o energía… Pero soy optimista. Como dicen Biznaga, están pasando cosas en la calle y los chavales saben cómo organizarse. Y al rayismo me lo imagino con su equipo jugando en el estadio en el que está jugando. El suyo«.
De vuelta a casa cojo el metro en Portazgo. Me subo en el último vagón y saco el libro de la totebag para leer la dedicatoria. Le saco una foto y lo vuelvo a guardar. Mientras hago el recorrido inverso al que muchos aficionados hacen en día de partido, me viene a la cabeza una conversación, días antes, con un amigo. Él, muy del Real Zaragoza, comparaba el sentimiento zaragocista con la oda a la calabaza de Amanece que no es poco (1989): «Pudiendo ser de cualquier otro equipo, elegimos ser de este». A mí ahora, sin embargo, subida en este vagón de la línea 1, me parece que el matiz es otro: «Pudiendo ser de este, ¿por qué iba a querer ser de cualquier otro?».