Javier Aparicio es una rareza entre los chefs de la escena madrileña. Y su hermano, Francisco, ampara las singularidades de su también socio en Cachivache desde 2013. Además de La Raquetista (2015) y de Salino (2018), el segundo proyecto gastronómico de los Aparicio condensa en su concepto dos cualidades esenciales para entender su cocina: apuesta por el producto de mercado y un férreo compromiso con los suculentos caprichos de cada temporada. No en vano, los hermanos madrileños reúnen en su código genético destellos del País Vasco, Mallorca y Andalucía.
Ocho años después de la apertura de la primera sede de Cachivache, la segunda taberna homónima abrió a finales de 2021 en otro barrio insólito en la liga de las cocinas creativas: Montecarmelo. Bajo la misma premisa que el primero y con la aspiración de convertirse en el restaurante de cabecera de los vecinos, el segundo Cachivache incorpora las suculencias de la carta de su hermano, su espíritu libre y, contra todo pronóstico, a algunos de los feligreses del barrio de Chamartín.
La huella mediterránea de Cachivache
El chef de la familia Aparicio identificó su vocación desde el momento que supo leer una receta. Formado en las nobles cocinas de grandes restaurantes catalanes, la huella mediterránea en las tres propuestas gastronómicas de Javier es incuestionable y un condimento esencial para entender su audacia. Tal y como sucediera con el primogénito del número 221 de Serrano, el recién llegado se levanta en una discreta esquina de la avenida Monasterio de Silos, convertida en una especie de Gran Vía de este barrio de Fuencarral-El Pardo.
El espíritu de Cachivache, como indica su nombre, invita a la informalidad, a una suerte de puzzle compuesto por una propuesta impecable en producto, servicio, ambiente y bodega. Una sofisticada invitación a la fantasía libre de imposturas. Cachivache se nota, se siente y se fija en el paladar.
Una carta singular
Los hermanos Aparicio han tratado de clonar el éxito de su primogénito de Chamartín en un restaurante consagrado a la honradez de la materia prima madrileña y a la amplitud de miras de una cocina de claras influencias catalanas, sorianas y de otros tantos rincones gastronómicos de nuestra geografía.
De esta manera, su nueva carta mantiene los hitos de la casa, envueltos en creatividad y tiempos de cocción exactos: las Bravas de Los Chicos de antes, los torreznos (cocinados 12 horas a baja temperatura, sin grasa y de corteza crujiente), las albóndigas de butifarra del Vallede Arán, una singular selección de cocas y un tartar de atún rojo con ajo blanco que sigue sumando fans año tras año.
Todo vale en Cachivache
Y como la imaginación es gratuita y una máxima para los Aparicio, la nueva carta estrena tacos pastor de lagarto ibérico Carrasco, queso tetilla y piña ahumada, la coca de foie con piperrada y manzana homenaje a La Broche y la ensalada de espinacas, lentejas y pollo crujiente tandoori.
En el capítulo del interiorismo, la ejemplar hazaña de Cachivache está firmada por Ping Pong Arquitectura y apuntalada sobre el criterio de Pello Basurto, que ha mantenido la fórmula de colores y esencias de todos esos cachivaches que conforman el estilo imprevisible y armonioso del restaurante. Una propuesta que, además, se alía con la sostenibilidad, gracias al uso de materiales reciclados, y con un diseño industrial colmado de calidez y empatía.
Calle Monasterio de Samos, 1.
Entre 25 y 30€ por persona.
Más información en su Instagram.