Una filosofía de la gastronomía podría concluir que el individualismo urbano se traslada a las formas en las que estamos en restaurantes. A un mayor abanico de elecciones (y de responsabilidad) en las posibilidades de una carta. Ocurre con el ya extendido hot pot y ocurre con el yakiniku, la barbacoa japonesa que convierte al comensal en protagonista. La comida llega cruda a la mesa en Yakiniku Shogun y cada quien se la termina de cocinar en la parrilla que tiene delante.
En pocas palabras ese es el concepto que define Yakiniku Shogun, el proyecto de Eloy, un hispano-chino que viajó a Japón antes de la pandemia (“yo fui a Japón solo para comer”, dice Eloy), se enamoró de este formato de restaurante, a él y a su pareja les rondó la idea (“de broma, siempre de broma”, dice Eloy) de abrirlo en Madrid. Y finalmente se decidieron y apostaron por su apertura con todas las de la ley. Por cierto: todas las de la ley de algún modo significa fidelidad a la norma japonesa.
Fidelidad a Japón
Tal es esa fidelidad que la carta apenas tiene un plato que no te servirían en Japón: es una croqueta con una emulsión de tortilla de patata. Dice Eloy que en Japón “se decía que la mezcla de patata y huevo era venenoso”. Fuera de eso, casi todos los entrantes son variados y conocidos por el paladar español: gyozas, berenjena en tempura, edamames o sopa miso.
El grado diferencial de Yakiniku Shogun está sin embargo en unas carnes que en palabra de Eloy “se caracterizan por la infiltración de grasa que tienen”. Otro matiz característico es el de pertenecer a la Asociación de Distribuidores de Kobe. Para entender la importancia de este asunto hay que poner el dato en contexto: solo tres restaurantes de Madrid pertenecen a esta asociación. Y Yakiniku Shogun es uno de ellos.
Es necesario formar parte del grupo para poder comercializar la carne de Kobe. En esta decisión también reposa parte de la esencia del restaurante: “con este proyecto queremos reflejar cierta transparencia porque no hay tanta carne de Kobe como para satisfacer la demanda que hay”, dice Eloy. A buen entendedor, pocas palabras.
Los cortes de Yakiniku Shogun
Y, claro, la consecuencia más inmediata es una carta integrada por doce cortes de carne que llegan a la mesa casi como un producto de lujo. No se puede definir de otra forma la picaña: un corte que está debajo del lomo bajo y que en aspecto y en textura se parece a la ventresca de un espectacular atún rojo. Una carne mantecosa, sedosa que se come mono un dado de mantequilla y con un equilibrio perfecto entre texturas y sabores. Eloy dice que también se puede comer en sahimi o en nigiri.
Se parece más a un sabor canónico o a una vaca nacional la contraparte. Una zona que está cercana al pecho y que Eloy define como “liviano”. El sabor es más intenso. Un miope sin gafas pensaría (por textura visual) que son lascas de jamón ibérico. Una carne más magra de un nivel altísimo.
El último corte que llega a la mesa es la lengua. Eloy la saca casi disculpándose y esperando que nos guste. La casquería es un todo o nada y en este caso es un todo completo. El corte es algo más duro que las carnes anteriores y tiene ese sabor más ferruginoso característico de la lengua que, por cierto, es el único corte nacional. “No se puede sacar la lengua de vaca de Japón”, dice Eloy.
No es lo mismo que una barbacoa
No es lo mismo una barbacoa que un asado y no es lo mismo una barbacoa que yakiniku. El concepto es prácticamente idéntico: carbón (o leña, pero en este caso es carbón) y carne que se hace a su calor. Pero insisto: no es lo mismo. Yaki significa parrilla y nicu, carne. El nombre no varía solo en función del lugar en el que se haga –es decir no son sinónimos o traducciones– sino que el ritual en cada uno de los casos es distinto.