La vista desde el Mercado de la Cebada durante estos días de verbena ofrecía una estampa de la que presumir tanto de un conocimiento como de un valor chovinista de la ciudad que pisamos. La cuarta cúpula más grande del mundo, la de San Francisco el Grande, se podía (y se puede) ver mientras el olor a gallineja y las últimas canciones de Feid inundan todo el ambiente.
La dimensión estadística o comparativa es más impactante si se sabe que al eliminar a Italia de la ecuación, la de San Francisco es la cúpula más grande del mundo. Dicho de otra forma: las tres cúpulas más grandes se reparten entre Roma y Florencia.
Mientras que la cúpula de San Francisco tiene un diámetro de 33 metros; la de la Basílica de San Pedro en el Vaticano tiene 42,5; la del Panteón de Agripa, 43,4 y la de Santa María del Fiore, 42.
Un museo hecho basílica
San Francisco el Grande, que desde 1980 es monumento nacional, se empezó a proyectar en 1761 de la mano de Fray Francisco Cabezas y se acabó en 1784 gracias a Francisco Sabatini. A partir de ahí su historia es agitada y ha cumplido roles que van del evidente (servir para oficiar misas) a panteón nacional, polvorín, hospital, almacén de objetos religiosos o museo.
Aunque sobre esto último, su valor museístico, sigue teniendo algo. Pocas iglesias del mundo pueden presumir de tener en su interior un cuadro de Goya. Un Goya y un Maella, o un Moreno Carbonero, o un Muñoz Degrain, o un Ferrant o un González Velázquez.
El espacio en el que está cuenta la historia de una regeneración –un poco a la manera del Palacio Real. Aquí se levantaron hasta tres templos previos al actual. ¿El motivo? El templo se levantó aquí porque este fue el terreno que se le ofreció a San Francisco de Asís tras su paso por Madrid en 1214 en su peregrinaje a Santiago de Compostela.